-Recorriéndome sin mapa-


Fotografía obra de VARL Photography.

La melancolía llega sin que por lo menos me dé cuenta y el martirio concebido por el estrés me hace ceder ante un panorama poco alentador. La única pintura que se hace posible solo se puede realizar con oleos blancos y negros porque ya no hay ánimos para otros pigmentos. Es allí, en ese limbo vacío entre el todo y la nada, en donde encuentro el reflejo de cada buen momento desechado y las ganas de huir de esto. No me gusta mucho la depresión, pero hay que aceptar que a veces ésta llega para abrazarnos durante instantes de tristeza corrosiva.


El recorrido comienza con la aclaratoria anterior, intentando tal vez exponer una excusa más a mis propios defectos. Lo cierto es que ya no puedo seguir acá, es necesario salir. Decido hacerlo sin muchos ánimos y cuando me doy cuenta ya estoy en movimiento. Voy por una calle que termina tiñéndose de mi propia desesperanza. En realidad ésta parece la sucursal de un desierto. Debe haber por lo menos 40 grados porque es medio día en este rincón del mundo. Camino, camino y sigo caminando con el polvo que se evidencia en el aire y la arena del piso. Entre lagartijas que me acompañan y supervisan los pasos, entre maleza resabiada que continúa con la terquedad de crecer a través del concreto.

Llego a la avenida y los carros pasan sin que ninguno de los pilotos se preocupe en mirarme. Espero a que el semáforo cambie de luz para poder cruzar, pero éste tarda más de lo normal. La vida se me ha pasado esperando a que los semáforos cambien, por lo general de rojo a verde cuando voy detrás de un volante, o de verde a rojo como ahora que soy transeúnte. Continúo allí, viendo a mi existencia pasar, sin sonreír porque no es un chiste, sin llorar a pesar de que se esté yendo lejos. Finalmente, luego de que el universo entero tiene que mover sus influencias y el tiempo y el espacio pueden fundirse para accionar los mecanismos del destino, el semáforo cambia y yo cruzo por el rayado. Llego hasta la otra acera y no puedo evitar voltear atrás para ver al pasado  que está del otro lado de la calle. Los actos abandonados no deben intentar revivirse. Aunque mi vida transcurra en pausas de semáforos, algo me dice que no debo parar de andar.

Recorro barrios enteros a pie. Algunos ricos, otros pobres; unos con gente, otros con fantasmas; muchos otros con la soledad haciendo fiesta. Yo, con el caminar juvenil que supone despreocupación, los siento a todos míos. Casas de colores, casas blancas, casas decoradas con el matiz simple del cemento. Cruzo parques que se tornan pequeños bosques porque ya nadie se preocupa en darles mantenimiento. En éstos quedan las ilusiones destruidas de un columpio desolado, uno que se mece por el viento que viene a consolarlo.

Continúo cruzando escenarios citadinos a los que ya cualquiera debería estar acostumbrado y a los que yo aún no puedo adaptarme. Allí es donde vuelvo al delirio del comienzo: mis sueños abandonados. El presente se ha hecho un tanto complejo y desnivelado. Recuerdo que antes pensaba que todo se resolvía fácilmente. Luego se agotaron las sonrisas y se fueron de tour todas las metas inmediatas. Cuando me di cuenta, estaba solo y lejos de las querencias que me generaban alegría. Ésta última sí que fue difícil de resucitar entre mi propia nostalgia. Pareciera que recorriendo estas urbas  pudiese ver a lo lejos esos anhelos que dejé ir, y a medida que me voy acercando, ellos más se alejan. Son espejismos que mi imaginación de náufrago sin agua genera. Los siento tan reales que me hacen caminar más rápido, aunque muy en el fondo sepa que no los voy a alcanzar. Entonteces, como un evento curioso, pienso que quizás todos esos deseos ambiciosos de realización no se encuentran en los engañosos espejismos, sino en alguno de mis bolsillos. De repente no se han ido, solo se han ocultado momentáneamente.

Parece que la ruta ya se acaba cuando la noche apenas llega. No sé ni siquiera cuanto he andado, pero ha servido cada paso. Quizás nuestros devenires sean como un paseo, como las travesías que tanto nos exigen; tal vez no tengan que ver con nada de eso. Lo que sí es cierto es que ahora que abro la reja de mi porche, algo se siente distinto. Creo que mañana no me quedaré tampoco en casa, saldré a recorrer nuevos caminos. Intentaré no esperar por semáforos sino atravesar la calle antes, así no haya cambiado la luz. Lucharé por no buscar en casas y conjuntos residenciales, lo que me falta en el interior de mis dilemas. No fingiré que es un columpio de parque el que se encuentra abandonado, sino que aceptaré mi propia soledad para lograr cambiarla. Finalmente, dejaré atrás a los espejismos inciertos. Creo que ahora los viajes serán más divertidos, naturalmente no perfectos, pero si dignos de llevarse a cabo con una sonrisa. Si el mito de la catarsis es cierto, quisiera sentirlo recorriéndome sin mapa.