Inmorial vie


Fotografía obra de VARL Audiovisual 

El tiempo se va deteniendo y no es una sensación. Puedo ver incluso el respirar exagerado de las personas que me rodean. La señora de sesenta años, la muchacha que mastica chicle, el hombre del bigote negro, son los que están más cerca de mí en este momento. Se mueven lentamente mientras la pistola del malandro me apunta.


Las palmas levantadas al frente. Los ojos muy abiertos por el pavor que da el atraco y la sensación extraña de ser vulnerables ante un plomazo. También es horrible el tiempo ralentizado, hace que cada elemento de la escena parezca oscuro. Allí los sonidos se han ido al destierro, cada movimiento parece estar orientado por susurros y ecos distantes. La piel vibra y el corazón se funde por tanta agitación sorda, perdida en el vacío de la muerte.

Solo puedo pestañear. No intento nada más. Y ahora, con la misma lentitud encriptada del aire, comienzo a elevarme. Los pies se separan del piso y me levanto por encima de los demás. Cuando ya estoy sobre las cabezas de las demás víctimas, el cuerpo se va inclinando hasta quedar en posición horizontal. Así, con los brazos y las piernas extendidas y la misma expresión sin expresión en la cara, avanzo con la velocidad pausada de un transbordador espacial.

Recorro la atmosfera fría y azul que hay en la panadería, por encima de los clientes asustados, por encima de los tres esbirros del hampa que han venido con furia y hambre. A punto de salir, en el segundo exacto en el que mi cuerpo atraviesa la puerta, logro invocar la voluntad de los dioses y girar la cabeza para ver una vez más.

Entonces veo mi propio cuerpo tendido en el punto exacto desde donde comencé a volar, con los ojos blancos, con un charco de sangre y algunos temblores. No me preocupo. No me congelo. No me detengo. Sigo sobrevolando hasta salir a la calle. Soy libre del miedo a la delincuencia al fin. Por siempre.