Solitude



Fotografía obra de Juan Mattey. Fuente original Flickr

El día que te fuiste me convertí en una palabra: solitude. Significa “soledad” en latín, escogí esa traducción intuyendo que solo una lengua muerta podría expresar mi estado tras nuestra separación. Me sentía como una hojita seca cayendo de un gran árbol en el otoño, poco a poco, pero inevitablemente hacia el suelo. La geografía de Puerto Ordaz no conoce el otoño pero sí es una ciudad de solitude, yo soy uno de sus ciudadanos destacados desde que nos despedimos en esa estación de exilio a las 10:22 de la noche. 

 Mi reloj no hizo ningún esfuerzo por detenerse a esa hora y que te quedaras un rato más. Quizás para hablar de cualquier cosa, decir un chiste o comentario inverosímil evitando el silencio. Y tomarnos una foto, por lo menos una última. Nada de eso pasó, solo chequeaste el boleto, pasaste por el detector de metal y volteaste una última vez. Yo sonreí y con un movimiento de la mano te despedí. Guardé bien la escena, me castigaba cada cierto tiempo con ella combinándola con lo feliz que me hacía sentir nuestra historia. Eran días de nostalgia y furia, de perderme cada vez más intentando descifrar nuevos comienzos lejos de ti.

Debo aceptar lo improductivo de este esfuerzo por explicarte cosas, concluyo que, al estar el ser humano inclinado a la confesión como método de drenaje, esta pasa a ser mi única salvación. Aunque ya estoy hablando como un imbécil ya llevo dos párrafos arriba de esto, supongo que debo seguir.  La verdad es que si te hubiese escrito un correo electrónico de esta naturaleza los días siguientes a tu partida, las fieras endemoniadas de mi sentimentalismo te hubiesen mordido y arañado con rabia. Y tú, seguramente, te habrías puesto a llorar leyéndome porque también sentías solitude aunque estuvieses con muchas personas, conociendo nuevos lugares y viviendo aventuras increíbles. 

Por eso es una fortuna hablarte ahora que soy un hombre nuevo luego del desdoblamiento existencial que me causó tu partida y la idea de no caminar más tomándote la mano. Luego de pasar hambres que nunca te conté, luego de gritarle a las estrellas y que ellas no hicieran nada por juntarnos otra vez. “Ya lloré suficiente”, decía antes de volver a llorar. “Lo mejor es lo que pasa”, repetía para luego mandar todo al carajo. Y al carajo de la melancolía me fui yo también intentando olerte, oírte y que tu risa dejase de estar codificada en el pasado. Ayeres en los que te hacía el amor y tú me hacías como individúo. Cuando sentía libertad estando encerrado en el cuarto de tu corazón.

Acá son las 2:45 de la madrugada. Voy llegando de una reunión en la casa de uno de nuestros amigos. Algunos todavía me preguntan por ti y yo les digo que estás bien, que con el tiempo ya te acostumbraste al frío y que tu apartamento es muy bonito. Me reservo el hecho de que realmente llevamos mucho tiempo sin saber nada del otro, de que el destino nos hizo olvidar que debíamos hablar más seguido. En fin, en esa reunión estuve bebiendo ron añejo, ya sabes, del que le hace sacar a uno verdades inapropiadas. Llegué a la casa, puse a sonar música y  el aleatorio me fue llevando a ti mediante las canciones que nos dedicábamos. Esa es la única razón de esta cuestión, dar como justificación que el alcohol me hace imprudentemente valiente como para lanzarte esta bengala melancólica.

La otra semana yo también me iré; esta vez, al menos, no habrá despedidas como la nuestra. Ya de eso hay suficiente por una vida e incluso varias reencarnaciones. En este tiempo, luego de la catarsis impuesta por la ruptura y sus efectos secundarios, te confieso haber crecido por el trayecto que nos tocó caminar juntos y luego en plena solitude. Ahora me toca a mí buscar nuevas geografías, nuevas aventuras y, por fin, presenciar el otoño.