Recuento mental, escrito y tarareado [2016]





Perdido


Fotografía obra de Juan Mattey. Fuente original Flickr

Me metí a mi cuarto y le subí a la música. Me sentí extraño en aquel sitio tan común, como un invasor de otra vida. Y llegó la furia y la rabia y todas las quimeras de una personalidad difícil. Caí de rodillas ante el peso de mis hombros, comencé a gritar pidiendo luz, comencé a llorar buscando respuestas. Y nada llegó, estaba solo. Me estrujé la cara. Odiaba tanto aquella situación como me odiaba a mí mismo, a mis defectos, a mi terquedad, a los días de febrero que no volverían. Entonces la canción que sonaba llegó al clímax y yo grité como nunca sin miedo a que despertasen los vecinos, con los ojos cerrados y el alma queriendo salir. Para cuando terminé el grito de animal herido llegó el silencio y la sensación de estar volando. Abrí los ojos y vi que me rodeaban estrellas, mi cuarto había quedado atrás. Estaba a universo abierto, con planetas rodeándome, sin tiempo rigiéndome ni la sociedad a la que había pertenecido. Tenía frio y calor al mismo tiempo. Si existía la matrix realmente, ya no estaba en ella. Este era el plano real, verdadero, aquel al que había llegado por el impulso sincero de estar más perdido que lo normalmente perdido. Mi vida había renacido sin morir. Pero volví a cerrar los ojos y aparecí nuevamente en mi cuarto. Estaba amaneciendo y mi teléfono sonaba. Contesté sintiendo aún el sabor a supernovas en la boca. Era ella diciéndome que nos viésemos en un café, que deseaba hablar.

Sesiones de desperdicio


Fotografía obra de Génesis Pérez 

Odio con toda mi alma este sitio. Odio el diván en el que me acuestan y el techo que tengo que ver durante una sesión de dos horas cada jueves. Odio el asqueroso cliché de la pregunta: “¿Y eso cómo te hace sentir? Pero sobre todo, odio las respuestas que voy dando. Siento como si me fuese destilando cuando digo razones, detallo sentimientos e intento explicar ideas. Odio la fragancia de años pasados, de nostalgia y sollozos, esa que también tiene este consultorio. Incluso creo que huele a ojos caídos, a brazos cruzados. Huele a vacío e intentan disimularlo con incienso de mandarina. No lo logran, solo me enojan más. Y al frente tengo aquel tipo preguntando cosas, queriendo que yo me entienda, que busque mi redención. No quiero entenderme ni que nadie lo haga, tampoco busco salvar lo insalvable. Esto es una pérdida de tiempo, una que me cuesta demasiado dinero. Solo me sirve para retornar a mis instintos más básicos, a la furia. Remonto a las peleas del colegio, a los sudores del mediodía, a gritos con mis papás, a traumas por mi aspecto, por ser diferente. Pero voy más atrás en el pasado, a cuando estaba en un vientre y tenía tiempo para pensar. Ahora apenas tengo el suficiente para despensar. Sigo yendo más atrás, más lejos, una célula, una esperanza, luego todo negro. Y… una luz. Abro los ojos y veo el sol que llega desde la ventana. El señor Marcano me pregunta si me ha servido pensar en mi niñez. “Sí, creo que ahora entiendo que no todo es culpa mía”, le miento. “Oh, muy bien, hemos avanzado mucho hoy”, me miente. Y pienso antes de salir que si hay una realidad más dura que ser una persona depresivo e irascible, es tener que lidiar con los depresivos y los irascibles. Los psicólogos solo aparentan ser jarrones vacíos que escuchan y luz de faro que guía. Tienen paciencia, son ocurrentes. Me da un poco de lástima, solo eso, aunque no tanto como la que me doy a mí mismo. Por eso me levanto, salgo del despacho y camino hacia la tarde. Cruzo la calle y, al volver la rabia, me volteo hacia la oficina del señor Marcano nuevamente. Tomo una piedra y se la pego en la ventana. Solo en ese momento me siento mejor. Mucho mejor.


Para mí, con desprecio



Fotografía obra de Génesis Pérez 

Extraño mi carácter.

Extraño mis palabras.

Lo que antes era para mí mismo, lo que dejé ir.

Las cosas que me alegraban, cómo miraba el mundo.