Catarsis sin propina


Fotografía obra de VARL Audiovisual

Yo lo había visto desde su entrada triunfal al café. Buscaba refugio a la lluvia que caía afuera y era indiferente al mundo que lo rodeaba. Fue hasta una mesa apartada junto a la ventana y tomó asiento. Tenía ojos nocturnos que se imponían como lanzas de soberbia y vanidad. Pero no era soberbio ni vanidoso, era amable y educado pero con nadie quería hablar en esos momentos. Su expresión llevaba la tristeza que solo los triunfadores llegan a sentir, esa que parece más profunda que la de los demás. Al momento de ordenar, dejó al descubierto un acento extranjero difícil de descifrar pero que le bastó para pedir una torta de cacao y un canelado. Sentado junto a la ventana, no tocó la bebida ni el postre por un tiempo y luego, resignado, los consumió mientras miraba la calle con los goterones golpeando el cristal. Quizás esperaba que alguien viniese pero esa esperanza se había desvanecido. A su al rededor, nadie le prestaba atención, había ruidos de tazas golpeando, risas y murmullos, con los éxitos de Sinatra en versión bossa nova sonando de fondo. El ambiente en general era bastante bonito, pero a él no le importaba. Se mantuvo refugiado en sí mismo y en su conflicto, aparentando ver a las olas grises del cielo, los transeúntes con paraguas caminando rápido. Y de repente sonrió y dejó al descubierto sus dientes de europeo, y seguramente el clima era controlado por su estado de ánimo puesto que dejó de llover y un halo de luz atravesó las nubes. Algo había descubierto en su meditación de cataclismo. Fue allí que se levantó de la silla, tomó sus cosas y salió del café. Fascinado, fui hasta su mesa y solo un papelito escrito yacía en la superficie rezando: «Ya no tengo miedo. Me siento diferente, me siento bien». Entendí que realmente todo aquello había sido la escena de alguna película traspasada a la realidad.  Me sentí bien por él, tan bien, de hecho, que no importó tanto que descontarán de mi sueldo la torta y el canelado porque se había ido sin pagarlos.