Nadie, ni yo mismo


Fotografía obra de Alberto Rojas. Fuente Original: Caracas Shots

Algo había cambiado en la ciudad. Lo supe con el primer pedazo de alambre chamuscado con el que me tropecé y que por poco me hizo caer. Y en la mitad de las calles: un montón de escombros, bolsas rotas regando basura y cauchos ardiendo en hogueras solitarias. Nada era como antes, al menos no como lo recordaba.


Esperé un bus en la parada de mi barrio pero ningún transporte llegó. Tampoco había carros circulando, ni gente caminando, ni animales citadinos como palomas o perros callejeros. Solo la presencia del paisaje desperdigado con árboles rotos, señales de tránsito por el suelo, más escombros, más basura y más cenizas en el aire.  Decidí comenzar a caminar.

Mi primera impresión- bastante lógica- fue que todo se había ido a la mierda. Pero sacando conjeturas más específicas, recordé a mi amigo Jorge Julián y su teoría del apocalipsis zombi. Tarde o temprano, decía, nos comeremos unos con otros. Ese sería el fin verdadero, vivir estando muerto. Jorge Julián creía tanto en ello, que guardaba en su nevera vísceras frescas de animales. Se cubriría con ellas cuando el terror comenzase y así podría pasar inadvertido ante las hordas de zombis. 

Recordé también a Ernesto Garrido que creía en un final más posible: la escasez de agua llevaría al planeta a una realidad como la de Mad Max. Así, con armas blancas, palos y piedras, lucharíamos por sobrevivir batallando unos con otros por el recurso que antes desperdiciábamos en duchas meditativas.

¿Qué habría pasado en mi ciudad? Zombis, falta de agua, la desaparición definitiva de todos los guayaneses, de todos los venezolanos de la faz de la tierra.

Seguí caminando las cuadras necesarias. Y sentí miedo, más que en la época en la que los malandros llegaban en motos y te amenazaban con matarte por el celular. Esa misma época en la que corrupción, la impunidad, los hospitales en ruinas, el hambre, y cuántos otros males se pudiesen encontrar, lo llenaban todo y no dejaban nada. Era otro tipo de utopía, una menos artística que la que tenía ahora ante mis ojos. Porque ahora sí que no había nadie, ni yo mismo, quizás.

Antes de dudar de mi propia existencia, de perderme ante aquel paisaje salvaje, desolador, ya había logrado llegar hasta mi destino: la librería “Pedro el Librero” en el Centro Comercial Caujaro. Pasee por los desolados pasillos del que antiguamente fue un templo al consumismo y el derroche y que ahora solo era polvo, arena y cristales rotos. Pero la librería estaba intacta, todas sus estanterías llenas, ni siquiera las termitas o las arañas habían decidido pasearse por las obras de Kafka, de  Baudelaire ni de Gallegos. Incluso encontré alguno que otro de Cortazar, Bolaño y Oscar Marcano. Más increíblemente aún, hallé cosas de Celestino Peraza y de Jorge Idrogo. Y todos los metí en la gran maleta negra que llevaba y que quedó repleta de tomos y tomos de libros salvados.

El viaje de vuelta fue corriendo. Corrí como nunca las 7 cuadras por la Avenida Fuerzas Armadas hasta mi casa. Corrí sin mirar atrás, sin detenerme, sintiendo que me perseguían zombis y guerreros sedientos que querían el último trofeo posible: mi maleta. Cuando sentí que mis piernas iban a estallarse, que mi vida terminaría en la última exhalación, llegué. Crucé el umbral de la puerta y no miré atrás. La casa continuaba intacta, siendo mi bunker, mi refugio en el fin del mundo. Al menos ahora tenía nuevas provisiones para sobrevivir  unos años más, a la espera de que la humanidad reviviese, de que llegase un nuevo comienzo.