Olor a tierra



Fotografía obra de Alberto Rojas. Fuente Original: Caracas Shots

Yo los vi cuando eran apenas una parejita recién casada. Él usaba un liki liki curtido y ella falda y blusa de colores opacos. Iban en alpargatas andando por las llanuras de San Juan. Y caminando. Caminando sin detenerse a mirar la antigua provincia que dejaban en el pasado, caminando por sendas hacia la República perturbada que apenas se levantaba. Y mientras tanto se oían rumores de nuevas guerras, nuevos ideales, nuevos caudillos. Y el mismo resultado: muerte sin un sentido. Ellos avanzaron durante años cargando esa realidad en las pupilas, en las ojeras hinchadas por no poder dormir tranquilos. Por eso no volvieron a las ciudades, prefirieron los caminos. Él le ayudaba a cruzar quebradas, ella le hacía masajes en los hombros de noche. Ella le curaba las heridas en los pies, él le cantaba las pocas canciones que se sabía. Estaban solos, pero juntos. Y fueron fuertes, y fueron valientes, mientras atravesaban el territorio insondable que solo Dios conocía porque lo había creado. A veces perdían el camino y no lo encontraban sino hasta pasado días o incluso semanas. Eran libres, verdaderamente libres. Hacían el amor en la noche, bajo la luna, bajo las estrellas, con la amenaza de los jaguares y los demonios nocturnos de la sabana. Pero ese amor era más grande que cualquier amenaza y al día siguiente, entre miradas sonrientes, reemprendían el viaje. Se unían a jornaleros solitarios con sus hordas de burros y gracias a  ellos se enteraban del devenir nacional. “Se montó tal en el poder, lo bajó este otro, y se montó tal o cual”, contaban. La silla de poder era constantemente usurpada por guapos sin razón ni norte, esos que solo querían poder. Un principio muy latinoamericano, muy criollo. Ellos seguían sin prestar mucha atención, ya el destino del país les era indiferente. Olían a tierra pura, como si ella los hubiese parido. Cuando los años pasaron se institucionalizó el ejército. Y fue ante una caravana de soldados en donde terminó la historia. Los encontraron una noche abierta mientras cenaban un venado cazado,  fue la hoguera prendida lo que los delató. Los soldados pidieron vino, pero ellos solo tenían agua; pidieron comida, pero no quisieron el venado; finalmente, pidieron dinero, pero ni siquiera reconocieron las viejas monedas de plata que se usaban en la colonia y que hacía tanto se habían dejado de usar. Sin encontrar algo más, pidieron a la mujer. Ante la defensa inútil del hombre, lo mataron con la punta de la bayoneta. Ella apenas y pudo gritar cuando el arma también le atravesó el costado. No hubo jaguares ni demonios nocturnos que fuesen tras esos soldados, no se hizo justicia ni se vengó lo que debía vengarse. Fue una historia anónima contada por un viejo árbol que se presenció todo. Cuentan que en la noche, cuando la luna está clara, se ven las siluetas andando y se escucha la voz del hombre cantándole a ella, su única patria.