Fantaso





No he dormido bien últimamente. De hecho, hay noches en las que ni siquiera he podido hacerlo. Yo antes me acostaba temprano, me era difícil quedarme despierto hasta tarde. La verdad es que soy una persona alondra, de esas que funcionan mejor en las mañanas. Todo lo contrario de las personas lechuzas, es decir, las que prefieren las madrugadas y en ellas suelen ser más productivas.


Mi horario cambió sin darme cuenta. Al principio, solo despertaba una vez a media noche, ya que estaba despierto, aprovechaba y orinaba. Luego volvía a dormir. Eso era algo normal, no había de qué preocuparse. Pero luego las despertadas se hicieron más constantes, fueron aumentando de número hasta llegar a su punto máximo: llegué a despertar 17 veces en una sola noche. Me sorprendí, claro, sin saber que esa sería apenas la primera etapa de mi insomnio.

La segunda etapa fue, precisamente, no poder dormir al acostarme. Esta también fue graduando de menor a mayor y, nuevamente, me vi a mí mismo sorprendido por el extremo: mi horario de sueño se redujo de 4:00 a 5:30 am. Tomando en cuenta esta conducta, intuyo que la tercera fase será, por supuesto, que no volveré a dormir jamás.

He buscado en internet alguna solución a mi estado. He leído blogs, visto vídeos e incluso buscado consejos en mis seguidores en redes sociales. Mi amiga María de los Ángeles, por ejemplo, me aconsejó escuchar música zen acostado en la cama con los ojos cerrados. No funcionó. Gabriel Jesús dijo que a él le servía tomar té de manzanilla, masajes para aligerar la tensión en los músculos y otras cosas que ya no recuerdo pero que sí intenté. No funcionaron. Y yo ya no sé qué hacer. He probado muchas soluciones y nada, solo me acuesto en la cama a ver el techo y dejar que pasen las horas.

No he querido admitirlo, pero me estoy volviendo loco con esto. O bueno, no loco, pero sí estoy cada vez más nervioso. De hecho, he empezado a pensar en lo que dice mi mamá: mi insomnio se debe a que un fantasma me observa por las noches. Aunque la verdad es que mi mamá es muy latinoamericana y cree en muchas cosas, por eso yo no le creo a ella. Pero sí necesito creerle a alguien para salir de este estado.

Por eso he decidido tomar el consejo de un seguidor de Twitter que me recomendó ver al psicólogo Leónidas Fantaso, experto en trastornos del sueño. Su consultorio queda cerca del malecón, en una parte elegante de la ciudad. He llegado y, tras esperar mi turno, me atiende. Fantaso es un hombre mayor, gordo y con bigote. Le explico que, básicamente, ya no puedo dormir. Me hace algunas preguntas, que cómo estoy del estrés o cómo va mi alimentación. Le respondo que todo bien, que nada fuera de lo común. Tras reflexionar, me pide que me recueste en el diván y que cierre los ojos.

“Verás, vamos a hacer un pequeño ejercicio, te iré hablando de algunas cosas, tú las imaginarás y respirarás lentamente, muy lentamente”, dice Fantaso. Le respondo que está bien, que se oye fácil. Y empieza a hablarme de montañas azules, de bosques verdes, de silbidos de pájaros y del olor de algunas flores. Habla también del universo, de las estrellas, del sonido de las estrellas, que intente imaginar cómo suena una estrella. Que imagine que estoy solo en mitad del espacio infinito, varado, sin principio ni final. Con el sonido de las estrellas y la soledad de compañía. Entonces menciona la luna, una luna grande como muy pocos seres humanos la han visto. Y me pide que le hable a la luna, que le diga algo, sea lo que sea.

Ya para este momento me siento como un estúpido. Esto no sirve para nada, pienso, este tipo es un estafador, por eso cobra por adelantado. Pero no me importa el dinero, solo quiero irme. Abro los ojos, le doy las gracias al psicólogo y le explico que aquello es una pérdida de tiempo. Salgo del consultorio sin esperar respuesta y echo andar por la calle otra vez.

Camino sin pensar en nada, con las manos en los bolsillos y sin rumbo. Paso junto a un restaurante bonito y artesanal, entonces me dan ganas de entrar a descansar. Es un restaurante ejemplar, con mesitas redondas, manteles blancos y botellas en el centro con una flor dentro. Tomo asiento junto a una ventana. Me sorprende no haber visto nunca aquel negocio. Pero es bonito, como ya dije, y eso es lo importante.

Un hombre me trae el menú. Lo reviso, aunque no es necesario porque ya sé qué voy a pedir. Pasta carbonara, por favor, le digo. Él hombre me ve y pregunta si soy venezolano, le respondo que sí y empieza a sonreír. Me explica que él es de Valencia y que ese negocio lo ha formado toda su familia luego de salir del país. Yo también le sonrío y le digo que es un placer.

Mientras espero por la comida me pongo a ver el lugar. Los clientes hablan alegremente y hay buena música sonando de fondo. El local no es muy grande, pero es acogedor. Y allí, sintiéndome bien, tranquilo, volteo hacia la ventana y veo la espalda de una transeúnte que pasa frente al restaurante. Podría ser cualquier persona, pero no es así. Su cabello, su cintura, su ropa, todo es particularmente conocido, familiar, demasiado cercano.

De un salto me levanto y salgo del local para verla mientras se va alejando. No sé por qué decido ir tras ella. Y echo a caminar calle abajo, pero entre más ando, ella más se aleja. No me rindo, continúo. Al darme cuenta de que no será fácil alcanzarla empiezo a gritarle para que me preste atención, para que se detenga. Pero no lo hace, ella sigue caminando como si no me oyese.

Yo ya presiento que es inútil, que ella no parará, que seguramente mi pasta ya llegó y se está enfriando en mi mesa. Además, por si fuera poco, va a llover y las primeras gotas están cayendo. Me resigno y paro. Y por mera casualidad la muchacha también se detiene. Me quedo viéndole la espalda a unos metros de distancia, sin saber qué hacer. Está sacando un paraguas de su cartera y lo abre. Pienso que es mi oportunidad y corro una vez más hacia ella.

A punto de llegar hasta donde está, comienzo a frenar. Medito en lo que estoy haciendo, probablemente no sepa qué decir cuando llegue a ella. La alcanzo finalmente cuando ha abierto el paraguas y la lluvia ya está aumentando. Toco su hombro para llamarla y esta por fin voltea.

La veo, me ve y nos reconocemos. Sé quién es, sabe quién soy. Y me siento tan feliz que me dan ganas de llorar, ganas de reír e invitarla al restaurante para comer pasta juntos. Ella sonríe y todo se desvanece, se desvanecen los problemas, la lluvia, el tiempo. Nada más importa porque al fin la tengo enfrente y, además, sonriéndome. Todo parece tan bonito, tan perfecto, como si nada pudiese salir mal.

Entonces despierto y abro los ojos. Me he quedado dormido en el diván. Junto a mí está Fantaso observándome como un ángel de la muerte, con los dedos cruzados y su bigote moviéndose mientras me pregunta si ya lo sé, si lo he descubierto. Desubicado le digo que a qué se refiere, que no sé de qué habla. “Que si, en el sueño, has descubierto la razón por la que no quieres dormir”, responde el psicólogo. Me quedo mirándolo como quien no entiende, pero sí le entiendo. Ahora lo entiendo todo perfectamente.