Fotografía obra de Verónica Rodriguez.
I parte
Es inevitable que llegue ese
momento en el que abandonas todo. Sea porque estás cansado de lo que te rodea o
por que se te han extinguido las emociones. En mi caso lo que ocurrió fue que
renuncie a mi trabajo. ¿Para qué seguir engañando al mundo? ¿Para qué continuar
intentando engañarme a mí mismo? Ya no quería nada de eso. Recuerdo que el que
era mi jefe me pidió que lo pensara y que luego tomara la decisión. Rechacé
toda oferta que sabía no cumpliría. Al final creo que se debió enojar porque,
ante mis negaciones, se le puso roja la cara y me gritó que no esperase ningún
tipo de recomendación de su parte después de eso. La verdad es que tal cosa no
me importaba en lo absoluto. Me sentía como un esclavo que acababa de ganar su
libertad. Ya era libre de dejar invertir vida a algo que no me agradaba, libre
del estrés y de las ganas de llorar al llegar a la casa en las noches, libre de
horas, días y años completamente vacíos. Al fin todo aquello había terminado y
cuando salí esa tarde de la empresa con la típica caja del desempleado cuyo
contenido eran las cosas que estaban en mi escritorio, sentí más alegría que
aquella mañana de la entrevista en la que me habían otorgado el empleo.
Quizás es que así somos los seres humanos:
totalmente inconformes ante lo que nos rodea, siempre esperando algo que nos
alimente las ganas de continuar adelante, desesperados por sentir que aún
podemos sentir algo. Yo ya no podía aguantar más ese martirio impuesto a mi
propia cordura. Llagaba el punto en el que no sabía si este cuerpo era mío o si
acaso esta alma que generaba cada movimiento hacía rato que había sido vendida.
Vendido todo mi mundo, ¿y a cambio de qué? ¿De qué no me faltara una jubilación
para cuando llegara mi vejes? Estaba
seguro de que, de continuar así, no habría vejes alguna que vivir. Después de
salir de ese planeta en el que había entrado gracias a un título universitario
que con sacrificio obtuve, me encontré ante todo un universo. Éste proponía una
nueva existencia de la que solamente yo era dueño. Recuerdo bien esa tarde en
la que, después de muchísimo tiempo, me volví a sentar en un café cualquiera de
la ciudad. A mí alrededor la gente parecía alegre al reír, como si la alegría
hubiese acabado de resucitar. De repente todos ellos habían renunciado también
ese día a su trabajo o simplemente habían hecho de su vida lo que querían hacer
y no lo que los prototipos de esta sociedad cuadrada demandaban.
Allí estaba yo, con una taza con latte de
vainilla en la mesa y de seguro con la cara que tiene un niño la primera vez
que viaja en un autobús solo. En síntesis, mi expectación hacia lo que iba a
ocurrir aumentaba al recordar que no solo ya no tenía obligación alguna, sino
que podía hacer lo que quisiera con semejante libertad. La verdad es como si
solo a partir de ese día me hubiese percatado que eso del “libre albedrío” no
era solo un mito o un don reservado para pocos, yo también gozaba de él. Fue en
un momento cualquiera cuando miraba una bonita hoja moldeada con espuma en la
superficie del café, que caí al fin en cuenta de mi realidad. ¿Qué sería lo que
haría a partir de ahora? Esa pregunta se implantó en mi conciencia y echó
raíces como el monte y la maleza. Por supuesto que en esta nueva dimensión a la
que había viajado a partir de que firmase mi renuncia, ya no había
preocupaciones absurdas en cuanto al tema. Con eso me refiero a cosas como: de
que viviría, si comería o no, si la pasaría mal o bien a partir de ahora, o de
si por lo menos continuaría respirando a pesar de no tener empleo. Todo aquello
pasaba a un segundo plano, no porque carecieran de importancia, sino porque ya
estaba cansado de luchar por causas inmediatas como ésas. A partir de ahora mi
batalla sería por cosas que fuesen trascendentales y que abarcasen incluso más
allá de la muerte.
Una idea gloriosa o quizás el resultado de una
locura natural que había permanecido dormida en mi interior, hicieron que
encontrase la respuesta luego de un rato de estarla buscando: lo único que
salvaría el resto de mis días ante la pérdida de tiempo indiscriminada que
cometí durante años, sería sin duda que emprendiese mi viaje hacia la felicidad
real.
II parte
Ante el encuentro de una
respuesta, es normal que aparezcan muchas otras: ¿Cómo encontraría felicidad?
¿Habría algo que me motivase a conseguirla? Para empezar ¿Qué carrizos era la
felicidad? Toda mi vida había estado compuesta por una sucesión de eventos que
se suponían, tarde o temprano, desembocarían en ese dichoso y casi sobrenatural
estado. Tomando en cuenta todos los recuerdos de momentos pasados, tal elemento
nunca se había por lo menos asomado lejanamente a mi casa o a mi vista. Era
como si todo hubiese estado hueco hasta aquel momento. Ahora que lo pensaba
detenidamente, ni siquiera me había gustado nunca mi profesión, solo la había
escogido casi por el azar. Que errores tan absurdos había cometido a lo largo
de mis aconteceres. Pero ya no sería así, yo encontraría la felicidad o dejaría
de soñar en el intento. Pensé y medité sentado en ese café, viendo de vez en
cuando como los mesoneros murmuraban entre ellos mientras me miraban, de seguro
buscando una manera educada de correrme. Una que debieron no encontrar debido a
que no me dijeron nada e incluso parecieron no molestarse cuando al irme, no
les dejé propina.
Yo no hacia otra cosa sino
intentar encontrar aquello que me llevase a la gloria, que trajese paz y
alegría a mi existencia. Así mismo pasé desde lo más pequeño y sencillo hasta
lo grande y sofisticado, recorriendo lo común, lo grandioso y lo imposible.
Entre mis respuestas se encontraron ser artista, doctor, mochilero, inventor,
matemático, futbolista, fotógrafo, astronauta, cocinero, reportero,
historiador, cineasta, pintor, e incluso presidente de la nación. Infinidad de
propuestas que iban precedidas por una contrapropuesta que debatía que tal cosa
realmente no era lo mío. No porque mis capacidades estuviesen limitadas ya que
seré eternamente creyente de esa frase de que “todo es posible”, sino porque en
mi interior sabía que no era aquello lo que mi corazón me dictaba.
Definitivamente el destino tiene
formas únicas de desenvolverse y uno a veces se queda atónito con la manera en
cómo se terminan dando los sucesos luego de que, muchos años después, miramos
hacia atrás y nos percatamos cuan drásticamente ha cambiado el contexto que nos
rodea. Así pues, no necesité ni dos días luego de mi renuncia para lograr dar
con aquello que de verdad yo deseaba en este recorrido. Era un anhelo que había
estado desde siempre, desde que era un niño y desconocía el valor que inyectan
los hombres a elementos sin sentido, dando la espalda aquellos que realmente
importan. Mis papás eran los que, con una psicología fantástica y bien dirigida
durante toda mi infancia, me habían hecho olvidar aquel camino que yo quería
transitar por siempre. Sin embargo, en mi permanecía aún ese niño pequeño que
gritaba y corría y que conocía aquello que daría plenitud a su mundo. De
repente fueron esos mañosos mesoneros quienes le habían echado algo a mi latte
para hacerme viajar hasta los rincones más recónditos de mi conciencia y de
todo lo que yo era. Sea como fuese acababa de retomar ese sueño traumado de mi
niñez. Una vez más yo deseaba fervientemente con ser taxista…
Así llegó la hora de actuar y mi
destino me había conseguido al fin. Cuando cobré mi liquidación (que no era
pequeña debido a mi cargo y al tiempo en la empresa) y pude comprar mi carrito
para empezar con eso de mi sueño, muchos me llamaron ridículo mientras otros
creyeron realmente que había caído en la demencia. Argumentaban que tal acto de
renunciar a un alto cargo en una empresa para terminar de esa manera era algo
incoherente y sin sentido alguno. Llagaban a mí personas creyéndose sabios de
alguna montaña queriendo aconsejarme, o profesando ser pastores que me
conducirían de nuevo al rebaño para que terminase siendo una oveja más del
montón otra vez. A ninguno escuché y eso sí que fue una suerte. Si por esas
personas hubiese sido, yo hubiese tomado una vida triste y amarga en la que en
realidad no estuviese viviendo sino simplemente actuando un papel de teatro.
III parte
***
-Han pasado muchos años desde esa
tarde en el café, desde esa noche en la que se impuso la verdad ante la
mentira, ante la farsa de querer mostrar al mundo una obra que no valía la
pena- terminó de decir a su copiloto el hombre canoso que manejaba el carro. El
segundo era un pasajero que curiosamente se encontraba confundido acerca del
mismo tema (su propio bienestar) y que
había pedido unas palabras consejeras al taxista. Esto sin pensar nunca en la
semejante historia con la que resultaría el otro. Una que era digna de ser una
completa mentira debido a su increíble trama.
-Pero dígame entonces: ¿ha valido
la pena el cambio al final?... Bueno, disculpe si soy imprudente al preguntarle
tales cosas pero ¿no se ha llegado arrepentir por lo que hizo?- preguntó el
muchacho joven.
-Pues mira, yo diría que cada
minuto, cada respiro y cada acto valen la pena y no dan entrada al
arrepentimiento cuando uno hace simplemente lo que quiere y no lo que según
debería hacer. No te digo con esto que sigas mi ejemplo sino que no sigas el de
ninguno. Crea tú mismo ese ejemplo del que quieres prenderte. Ya no quedaría
entonces nada más de que hablar. Solo basta abrazar la locura antes de preferir
convertirse en un mártir de acciones escogidas.
-Gracias por todo señor ¿Cuánto
le debo por la carrera?
-Ahh sí, eso… ¿Cuánto era que te iba a cobrar? Mejor déjalo
así, no me debes nada. Quizás ya la locura se apodero de mí o de repente es que
esos mesoneros mañosos le han vuelto a echar algo a mi café- respondió el
antiguo supervisor sonriéndole al otro.