-En honor al pincel-


Fotografía obra de Alberto Rojas. Fuente Original: Caracas Shots

Para aquellos jóvenes que aún no lo sepan, Nicolás Montebello nació en Upata en el año de 1963. La verdad siempre lo conocí como Nico así que de esa forma también lo llamaré en esta nota de prensa que me han pedido hacer en honor a él. Yo lo vine conociendo en Caracas cuando visitaba una exposición de Reverón que se exponía por esos días. Fue una curiosa coincidencia que terminase conociendo a una joven promesa en el mundo artístico que se abría paso con nuevas tendencias muy originales. Era alguien igual que yo, lleno de cosas que demostrarle al mundo, con mirada alegre y siempre con algún libro en el morral. Eso último lo caracterizó siempre: leer era, según él mismo decía, un método perfecto de agrandar la imaginación.  Quizás por eso era como era, los libros terminan por hacer despegar de la tierra a aquellos que poseen un alma soñadora. Se mostraba carismático, amable, extrovertido, siempre con algo interesante de que hablar.


Creo que Nico no llegó a pensar nunca en como llegarían a repercutir sus actos, sus ideales, sus innovadoras obras visuales. Estas no solo reflejaban la realidad de nuestra sociedad, sino que trascendían los límites del tiempo y el espacio hasta lograr volverse inmortales y universales. Personalmente creo que el valor real de su trabajo nunca radicó en aquella representación social que pudiese observarse, sino en que poseían un significado más puro, aquel de hacer lo que se desea hacer. Él se convirtió en un instrumento de aquella fuerza sublime que transmite el arte en su más íntima expresión, aunque sus obras fuesen tan controversiales para diferentes sectores de la población. Tal vez ese sea el destino de aquellos que van más allá de la simple producción que busca un resultado comercial: tener la misma cantidad de público apoyando que el que está en contra y reprueba. Nico siempre sobrellevó todo aquello de la mejor manera: continuando adelante al seguir su propio instinto.

Recuerdo que me hablaba con frecuencia de cosas como la necesidad de cultivar las conciencias de la colectividad, que la cultura era la salvadora de todos los males que poseen los hombres, que la alegría valía lo mismo que un cuadro de Van Gogh y que, al mismo tiempo, no tenía precio. Los que lo rodeábamos podíamos pasarnos horas escuchándolo, porque sus mensajes eran igual que sus pinturas: poseían una expresividad que llevaba su propia esencia. Era algo increíble que con cada nueva presentación, con cada nuevo estilo que emplease, con cada cuadro o escultura, su fama subiese como la espuma por todas partes y que, aun así, él continuase siendo el mismo, sin inmutar su naturaleza. Aun cuando ya le habían entrado los años, Nico dejaba ver sin ninguna vergüenza, aquel artista callejero que en la juventud había pintado paredes con grafitis al frio de una madrugada. Nunca tapó su excentricidad sino que más bien parecía enorgullecerse de pensar distinto a la mayoría de las personas. Tenía como filosofía propia cosas tan simples como la belleza del cielo y las estrellas, las miradas y las palabras, el amor y sus incoherencias o la magia propuesta por el milagro de que podamos buscar nuestros sueños.

Ya para terminar esta pequeña cosa sobre el «maestro Montemayor» como lo llaman hoy, quiero citar unas palabras que me dijo un día antes de que se presentase su primera exposición en París: “Los colores son los únicos que me permiten mostrar lo que llevo dentro”. Aunque Nico ya no se encuentre con nosotros, su legado vivirá en todo joven apasionado a esos colores que él utilizó para mostrar su universo, para exteriorizar todo lo que se lleva en el corazón. Siendo así, no habrá mayor homenaje que ese a su obra y a su desbordada imaginación.