Fotografía obra de VARL Photography.
Aquella juventud que nos revolcó los sentidos, ¿la recuerdas? En ella la vida estaba más viva que nunca jamás.
Teníamos nuestro destino girando en la palma de las manos y no dejábamos que
escapara del control invisible de cada deseo. Esas madrugadas en las que
debíamos usar lentes oscuros porque parecían irradiar luz de mediodía. La
euforia nos llevaba a la cima del mundo, nos hacía sentir liberación ante cualquier
peso, abandonar toda agonía y experimentar al máximo la esencia vital del
momento. Nada podía con la fuerza indetenible de nuestros corazones desbocados.
Soñar no era solo una elección sino el único anhelo verdadero que se generaba.
La ciudad fue testigo de nuestras
historias imposibles, del transcurso de cada capítulo vertiginoso lleno de
acción estridente. Escondimos entre semáforos, avenidas y parques pedazos
compactos de nuestra propia constitución. Ni si quiera todo el tiempo con su
contundencia podrá suprimir ese tipo de huellas. Así como tampoco podrá borrar los vídeos inmortales de algún evento momentáneo. Nuestras siluetas bailarinas
seguirán dibujadas en el cuaderno de todas las rumbas. Y en la eternidad resaltaran
cada uno de nuestros esfuerzos por lograr algo distinto a todo lo establecido,
por no dejar que el entorno nos dominase.
Mucho permanece almacenado de ese
periodo dorado, un millar de ilusiones para revivir en esta conciencia tenaz.
No faltaron cervezas por destapar para que hicieran compañía. Tampoco risas ante cualquier evento desafortunado,
nada parecía tan problemático en aquel entonces. Incluso de instantes de
tristeza ineludible resultó lo mejor. La trayectoria era uno mismo, por eso
nunca se dejaba de estar en la meta. El verano indujo a experiencias de encanto,
el invierno con su frío a la transmutación personal. Cantarle a los árboles que
en agradecimiento daban aplausos de hojas secas, conocer nubes en algún viaje a
lo lejano. El amor fue constante entre las pupilas, y aunque no todo resultó un
idilio magistral, que bonito fue cada abrazo que besase.
Realmente fue ese un periodo de
aventuras cósmicas marcadas por energías volátiles. Pensándolo bien, quizás
nunca dejamos de tener 20 años, porque esa es una edad imperecedera, es una que
continúa atada a nuestro Ser a pesar de que se haya seguido adelante en la
línea del tiempo. Me siento como si apenas hoy estuviese
cumpliendo dos décadas en esta tierra y pudiese lograr cualquier cosa. Quizás
así sea en realidad.