Hay adioses que son más tristes y
melancólicos de lo normal. Adioses que se instalan en el recuerdo de los
recuerdos, que son el desenlace de la historia, ese punto y final que nos
visitará en cualquier comienzo. A los adioses, esos jodidos adioses, hoy les
digo hola.
En el desencuentro hay
sensaciones e ideas importantes que no se dirán nunca porque no habrá
oportunidad, morirán en el anonimato. Solo se dicen algunas palabras
atropelladas que intentan sintetizar de alguna manera el huracán que se tiene
en la cabeza. No sirve, es demasiado argumento y muy poco tiempo. El metro, el
taxi, el barco, el avión o las piernas están por partir. La persona se irá
dando la espalda. Se perderá para siempre en algún otro rincón de tierra.
“Chao, cuídate, sé fuerte”; algo
así se dice mientras uno se queda anhelando un regreso que quizás nunca ocurra.
Y aunque ocurriese, no se puede saber si quien volverá será realmente la
persona de antes, sin cambios de algún tipo. Qué nostálgico es el destino que
nos toca. No entendemos su funcionamiento, solo somos víctimas de sus
caprichos. La otra persona partirá sospechando el efecto que ha causado en
nuestra vida pero sin percibir jamás cada milésima de cariño, todos los harapos
sentimentales y la infinidad de planes que se tenían a su lado. No habrá viajes
ni boda, no habrá lluvia ni tazas de café. Solamente quedará esta palabrita en
la despedida que nos vuelve bruta la inteligencia emocional.
Ahora mismo, antes del último
abrazo, pienso en lo que antes era y en lo que soy gracias a la persona que se
va. He perdido el miedo a los fantasmas, a los perros de la calle, a que me
boten del trabajo. He perdido la desesperanza y algunos kilos. El morado de mis
ojeras desapareció igual que mi mala ortografía. Ya no creo en tantas
conspiraciones, solo en que las cosas bonitas nos pasan inesperadamente. Pero
el adiós llega como un mensaje apocalíptico, un mundo está por morir. Al final
solamente somos esquirlas de algún presente que se transformará en pasado. Sin
dudas el que existamos nos transforma también en un pedazo de olvido.
Mientras aquella silueta se funde
con el paisaje hasta desaparecer, susurro el santo y seña que iniciará el
cataclismo en mi corazón: “Adiós Renata”.