Fotografía obra de Víctor Alfonso Ravago.
Agarré mis cosas más importantes
y las eché en un bolso. No era mucho, me había quedado con solo una tarjeta de
crédito qué pagar y un divorcio por firmar. Puras vanidades de la vida, lo
único que yo quería realmente, que necesitaba con todo mi corazón, era huir lo
más lejos posible. Por lo menos hasta perderme de aquel apocalipsis que vivía
en la casa.
Y si de redimirse se trataba lo
que tenía que hacer era buscar un lugar santo. Por el contrario terminé en su
antónimo, un sitio al que le decían “La Montaña” y que quedaba en un punto alejado
de Dios en la vía entre Ciudad Guayana y Upata. Ahí solo habían malandros,
blanco (así le decían a la cocaína) y la sensación de que el tiempo corría
diferente. En el sitio aquellos tipos se reunían a organizar sus golpes y
divagar con sustancias. Les gustaba olvidarse por un momento que su destino era
matar, matar y volver a matar porque ellos ya habían muerto hacía mucho. Su
líder era “El Caiman”, un gordo que siempre andaba en franelilla y parecía que
su organismo se había adaptado para fumar las 24 horas del día. Tenía bigote y
un tatuaje de un pájaro mal hecho en el hombro izquierdo.
Por supuesto que no me gustaba ese sitio ni lo que significaba, sobre todo cuando planeaban a voz populi robarse algún carro en Alta Vista, secuestrar a la hija de alguien que viviese en Villa Granada o reclutar nuevos chamitos de los barrios de San Félix. Pero no podía hacer nada. Yo solo era el que les cocinaba lo que ellos me daban. Kilos de espagueti, ollas inmensas de arroz con pollo, litros y litros de guarapo. No dudaba que cualquier día de esos me meterían un tiro por creer que lo tenía merecido, o para probar si una nueva 9mm funcionaba bien.
La noche del 19 de abril parecía
más clara que las anteriores. La luna era el farol principal de aquella sabana llena
de espíritus. Lo que sucedió fue algo increíble. Debían ser las ocho, lo sé
porque a esa hora comían la cena frente a la fogata que armaban. De repente una
luz apareció flotando en el cielo, una luz cegadora que era proyectada hacia nosotros.
Podía ser un helicóptero, pero no hacía ruido de aspas girando; podía ser una
avioneta, pero estaba suspendida en el aire sin moverse. Era una nave distinta,
extraña, hecha de metal oscuro como las almas de aquellos hombres.
Y los mismos se pararon inmediatamente.
Gordos y flacos sacaron sus armas y cual desquiciados comenzaron a
echarle tiros al aparato que los enceguecía. Uno que ni siquiera se movió, ni
se inmutó, solo quedó recibiendo la metralla. Ante la inmunidad del aparato
llegó el caos. Todo el mundo comenzó a correr de aquí para allá, intentando
perderse en los árboles y su noche. “El Caiman” sacó una granada (porque sí,
tenían granadas también) y la tiró apuntando a la fuente de luz que seguía sin
moverse. El proyectil explotó pero el efecto siguió siendo el mismo, la nave
continuaba en el aire.
No sé qué pasaría luego pues la
adrenalina o algo más hizo que me desmayara. Desperté al día siguiente sin nadie más que
estuviese cerca. Todo desordenado, mucho blanco tirado en el suelo, pero sin muestras
de vida humana cerca. Comencé a caminar hasta llegar a la autopista. Un camión que
pasó me dio la cola hasta la siguiente ciudad. ¿Cuántas cosas le pueden pasar a
un tipo común que es hijo de la crisis venezolana? Supongo que muchas porque acá nos acostumbramos demasiado rápido a lo fantástico. Para este punto
el único lugar santo que quiero encontrar es cualquiera en dónde yo esté
sentado, sin que necesite mucho más que eso.