Fotografía obra de Alberto Rojas. Fuente Original: Caracas Shots
Al final de cada reflexión solo puedo
concluir que no entiendo nada, piensa Carlos Márquez yendo al trabajo en un
autobús de la gobernación. Hace cinco meses tuvo que vender su carro para pagar
un dinero que había adquirido de prestamistas peligrosos. Pero esto no se trata
de eso. Trata de que son las 5:59 am, ya no tiene comida en la nevera y en la
radio del vehículo empieza a sonar el Himno Nacional.
Carlos trabaja en la división de
ventas de una empresa extranjera. La sucursal queda en un edificio alto, viejo
y opaco. Comparte oficina con Manuel Hernández, un compañero que carece de
paciencia y que tiende, inevitablemente, a hablar de la misma preocupación: los
meses que lleva sin encontrar medicinas para la tensión. Recordando esto,
Carlos detecta cómo los problemas ajenos nos terminan afectando. Cree que sería
mejor vivir en solitario, ser ermitaño en una montaña sin nada más por hacer
que cultivar la comida necesaria. Esa, sin embargo, no es una opción. Se está
en dónde se debe, dice para sí mismo.
Se pregunta qué pasaría si viviese en
la realidad de la película Soy Leyenda. Esa es la meca de la soledad humana:
ser el único sobreviviente en una ciudad semidestruida que está a merced de
seres hambrientos que salen de noche. Viendo por la ventana, piensa en las
semejanzas que existen entre esa historia y la actualidad de su entorno.
Encuentra más de las que quisiera.
El autobús se detiene repentinamente,
el chofer se levanta de su asiento y sale a revisar algún problema en el motor.
Al cabo de un momento anuncia que se ha roto una correa y no podrá continuar.
Los pasajeros descienden malhumorados. Carlos comienza a caminar, no falta mucho
para llegar hasta el edificio Colón, lugar en donde trabaja. El paisaje no es
alentador. A lo lejos se ve a un vagabundo perdido por el efecto de la pega de
zapatos, más cerca tiene basura con perros y ratas hurgándola buscando comida. ¿Cuándo
nos invadió toda esta desolación?, pregunta Carlos en voz baja. Nadie responde,
ni el vagabundo, ni los animales callejeros, ni algún ángel que venga para dar
explicaciones sobre el destino. Se acabaron los profetas.
La mañana transcurre. Manuel no fue a
trabajar, pidió permiso para ir al cardiólogo. Carlos siente pena por su
compañero, le invitará un café cuando pueda. A las 10:00 am hace llamadas a
clientes, no ha tenido suerte, las ventas no caen. Suena el teléfono, cree que
puede ser un posible negocio, contesta, es la secretaria de su jefe avisándole
que este desea hablar con él. Cuando el reloj marca las 10:25 Carlos Márquez ya
es un desempleado. La conversación con su jefe se basó en un discurso de
despido justificado por problemas económicos, recortes de personal y lo mal que
está la situación de todo el país. Después de diez años y siete meses, Carlos Márquez
abandona su oficina sin pena ni gloria, sin entender qué le ha hecho él a “la
situación del país” para merecer esto, sin invitarle el café a Manuel.
Antes de mediodía se encuentra una
vez más recorriendo las calles distópicas de su ciudad. La frustración abre sus
puertas, la ira invita a pasar y Carlos se siente como un perdedor al que ni siquiera
le han permitido jugar. Llega a la carrera Nekuima para tomar su bus y ve a lo
lejos el tumulto de gente que entra a la fuerza a un supermercado. Él no
necesita que le expliquen lo que ocurre, entiende que el establecimiento está
siendo saqueado. Le robarán la comida, dice sin dejar de mirar. Entonces se
sincronizan las esferas celestes de un pobre diablo en plena crisis, uno que no
contiene sus emociones más básicas por alimento. Empieza a correr hacia el
sitio y, al llegar, se abre paso entre la multitud que alocadamente vacía el
negocio. Coge algunos insumos y los asegura bajo el brazo. Tomando una lata de
atún, gira y a su lado ve al vagabundo de la mañana agarrando frenéticamente
cuánto puede. Ya el efecto de la pega no se percibe en sus ojos.
De noche, Carlos Márquez sale al
porche de su casa portando franelilla y un short de fútbol. Han de ser las
11:00 pm aproximadamente, busca un cigarro en el bolsillo y lo enciende. Aquel
ciudadano común, ahora sin trabajo, comienza nuevamente a hacerse preguntas.
Cuánto puede cambiar la vida de un hombre en un día, a qué límites
insospechados puede empujar la necesidad. Recuerda que esa mañana ha escuchado
el Himno Nacional y el “Gloria al bravo pueblo” empieza a reproducirse en su
cabeza. Él no se siente en la gloria, tampoco considera entrar dentro del
calificativo de “bravo”. Solo es parte de un pueblo, uno furioso y caótico.
Entonces entiende que sí se encuentra en la realidad de Soy Leyenda, pero no es
el héroe solitario sino parte de la jauría hambrienta que ahora también es
diurna.
Termina el cigarrillo y se va a
acostar. Ya en la cama, junto a su esposa e hijo de tres años, piensa en que al
día siguiente deberá buscar en la prensa algún trabajo, o ver qué otro
supermercado cederá ante “la situación del país” de la que le habló su jefe esa
mañana. Al final de cada reflexión solo puedo concluir que no entiendo nada,
vuelve a decirse. Se abraza a sí mismo y empieza a llorar.