Fotografía obra de Génesis Pérez
Tuve un sueño esa noche y cuando
desperté solo pude pensar en cambiar mi vida. Así de simple llegan nuevas
determinaciones, con alarmas del destino que creemos entender. Sean correctas o
no, las seguimos hasta el final, como yo esa mañana nublada en la
que decidí no ir a trabajar, alejarme del mundo y encontrarme con nuevos yo.
Me senté en el borde de la cama y
comencé a ahogarme por la cantidad de palabras que querían salir. Promesas,
chistes, confesiones, insultos; trastos guardados en el baúl de un pecho que se
había quedado sin espacio. Así que me levanté y comencé a
hablar. A gritar. A sollozar murmurando. Y a llorar maldiciendo. A sonreír
nostálgicamente cuando aquel ejercicio de descarga llegaba a su fin y solo
quedaba un cuerpo herido en el suelo, lleno de sudor y cansancio.
Entonces me tiré al suelo y
empecé a ver el techo. Cuántos detalles imperceptibles tienen las cosas que se
hacen comunes. Telarañas, polvo, grietas en el cemento. Imaginé que era un
cielo nocturno lleno de estrellas y con una gran luna brillando solo para mí.
Me sentí bien con aquel acto tonto, simple y bello a la vez. Decidí continuar
imaginando. Cerré los ojos para escuchar los sonidos de plantas creciendo desde los
rincones del cuarto, los insectos chiquitos volando y pájaros cantante a los lejos. Una fogata ardiendo a mi lado, alejando el frío de la soledad. El río corriendo por detrás de mi escritorio. Y yo ahí, expandiendo las riveras de una conciencia acostumbrada a lo pequeño, a lo retrógrado y monótono. Llegué
a pensar en el amor más grande del mundo, ese que me esperaba todavía en un
país lejano. Ese amor caminaba libre por aquel bosquecito que se
había formado dentro de mis paredes.
Continúe adelante sin distinguir si quiera cual era mí adelante y mi atrás. Vi por la ventana el patio de la casa. Allí estaba el árbol de mandarinas. La afinidad natural hacia los árboles siempre me había hecho pensar en mi niñez y en cómo, al tocarlos, sentía que me comunicaba con ellos. Aún lo pensaba de vez en cuando aunque ya no intentaba entablar ese dialogo, quizás por sospechar que no me responderían. O quizás porque la fantasía ya no estaba en mis pupilas. Ante esa idea sufrí miedo, pánico días sin miradas brillantes y animadas. Tomé papeles y los pegué a la pared para llenarlos de colores y líneas sin medidas ni control. No importaba el resultado estético, solo ser un artista ilusionado con el mundo, ya no más uno depresivo y suicida.
Fue así como de un sueño entré a otro. Mi historia pasó a ser una extensión de ese cuarto. Creo que pasé días,
meses, años allí dentro. Me había propuesto hacer maravillas y, como dije al
principio, cambiar mi vida. Sigo sin saber si logré algo realmente. Ahora que ya mi barba está blanca por el tiempo, sé que aquel día
fue importante. Yo fui el protagonista de un cuento difícil de escribir, ese
que era mi vida.