Fotografía obra de Juan Mattey. Fuente original Flickr
Me metí a mi cuarto y le subí a
la música. Me sentí extraño en aquel sitio tan común, como un invasor de otra
vida. Y llegó la furia y la rabia y todas las quimeras de una personalidad difícil.
Caí de rodillas ante el peso de mis hombros, comencé a gritar pidiendo luz,
comencé a llorar buscando respuestas. Y nada llegó, estaba solo. Me estrujé la
cara. Odiaba tanto aquella situación como me odiaba a mí mismo, a mis defectos,
a mi terquedad, a los días de febrero que no volverían. Entonces la canción que
sonaba llegó al clímax y yo grité como nunca sin miedo a que despertasen los
vecinos, con los ojos cerrados y el alma queriendo salir. Para cuando terminé
el grito de animal herido llegó el silencio y la sensación de estar volando. Abrí
los ojos y vi que me rodeaban estrellas, mi cuarto había quedado atrás. Estaba a
universo abierto, con planetas rodeándome, sin tiempo rigiéndome ni la sociedad
a la que había pertenecido. Tenía frio y calor al mismo tiempo. Si existía la
matrix realmente, ya no estaba en ella. Este era el plano real, verdadero,
aquel al que había llegado por el impulso sincero de estar más perdido que lo
normalmente perdido. Mi vida había renacido sin morir. Pero volví a cerrar los
ojos y aparecí nuevamente en mi cuarto. Estaba amaneciendo y mi teléfono sonaba.
Contesté sintiendo aún el sabor a supernovas en la boca. Era ella diciéndome que
nos viésemos en un café, que deseaba hablar.