Fotografía obra de VARL Audiovisual
Antes de emprender la caminata
aquel 19 de febrero de 2014, pasamos por la casa de nuestro amigo Germán
Mendoza, en el sector de Campo B. Al preguntarle si quería venir con nosotros,
Germán negó a la propuesta argumentando: “lo que está pasando en Alta Vista ya
no me está gustando, ahí pasará algo feo”. Su sentencia profética nos puso
nerviosos, y cómo no, Venezuela atravesaba una ola de protestas y
manifestaciones en contra del gobierno de Nicolás Maduro desde el 12 de febrero,
estas habían dado pie a una fuerte represión por parte de la Guardia Nacional
Bolivariana (GNB).
Pero no en Puerto Ordaz. Allí la
situación no alcanzaba los niveles de violencia como en otras ciudades del país.
Quizás por eso sentimos la suficiente confianza de, pese a las advertencias de
Germán, unirnos a los demás manifestantes.
El grupo estaba conformado por
cuatro mujeres y dos hombres, todos estudiantes universitarios y ninguno con más
de 21 años. Iniciamos la subida a pie por la avenida Las Américas. A medio
camino, estando cansados, sudados y colorados por el calor guayanés, llegaron gritos
de advertencia desde un carro que bajaba: “¡Regrésense, no vayan, vienen los
rojos!”. Eran más advertencias que nos generaban más dudas, pero era demasiado
tarde para regresar y decidimos seguir adelante.
Cuando llegamos a nuestro
destino, entendimos que ese día las cosas serían diferentes: los manifestantes,
antes pacíficos, se preparaban para un enfrentamiento. Eran muchos, pero no
tantos como se había visto anteriormente en marchas y concentraciones. La razón
de aquel escenario de guerra era que el gobierno había hecho un llamado a una
marcha obrera en Alta Vista; esta, por supuesto, se trataba de una fachada,
aquellas personas buscaban acabar con las protestas opositoras en todo el
sector.
A la altura de los edificios
Churun Merú encontramos a otro amigo: Ildemauro Márquez. Estaba junto a otros
encapuchados, todos eran vecinos de ese conjunto residencial. Ildemauro estaba
inquieto, nervioso, aquella situación le preocupaba. “Busquen piedras de dónde
puedan”, nos dijo a Manuel Rodríguez, el otro muchacho del grupo, y a mí.
“Ustedes vayan a mi apartamento- ordenó dirigiéndose a las mujeres- quédense
con mi mamá, cuando esto comience, no se asomen a las ventanas”.
Nos miramos como venados
desorientados, pero obedecimos. Nuestras amigas se refugiaron y junto a Manuel
recogí piedras de cualquier sitio y las reunimos en las esquinas. No habían
pasado 20 minutos cuando un muchacho desde una azotea gritó: “¡ahí vienen!”. Y
sí, ahí venían. En subida desde la carrera Tocoma se veía una multitud de
gente, muchos con camisas rojas como la sangre, marchando en nuestra dirección.
No sé qué parte lanzó la primera
piedra o botella, pero estas sirvieron como proyectiles para empezar la lucha.
O mejor dicho, el intento fallido de nuestro bando por defenderse de aquella horda
que nos superaba en número, que parecía más dispuesta a batallar por su causa. Además,
con ellos venía la GNB haciendo volar lacrimógenas hacia nosotros. Estábamos en
clara desventaja.
No duramos ni diez minutos. Fue
un período de tiempo fugaz que sirvió para hacernos correr con la piquiña en
los ojos y la asfixia del gas entrándonos al cuerpo. Antes de entrar al
edificio Churum Meru, no pude evitar detenerme y maldecir a gritos a un hombre
que me sacaba el dedo vistiendo una camisa de obrero de una empresa básica. La
pausa sirvió para que me dieran una pedrada en la canilla de la pierna derecha.
Una vez adentro, logré ver que me había hecho una herida que sangraba.
Subimos hasta el apartamento de
Ildemauro y nos reunimos con las muchachas. Desde aquel quinto piso, vimos con
horror cuánta gente había del lado progubernamental. Solo así entendimos lo
ingenua que había sido nuestra arremetida. Gritaban injurias como “¡salgan,
maricones!” o “¿no tienen bolas?”, que nos llenaban de enojo e impotencia.
Pero entonces los escuchamos.
Afuera, el sonido seco de dos disparos resonó por encima de los improperios de
la multitud. Al asomarnos por la ventana, vimos cómo atendían a dos personas “de
los rojos” que habían caído al suelo. No se escucharon más tiros, tampoco se
pudo saber quién había accionado el arma, pero supimos que la situación
empeoraría.
“Los heridos fueron un
trabajador de Ferrominera y un señor de Sidor, al primero el tiro le dio en el
abdomen y al segundo en el cuello”, explicó la hermana de Ildemauro que trabajaba
como enfermera en el hospital Uyapar y a donde llevaron a los heridos por los
tiros. Ambos estaban vivos, pero graves.
Nadie había salido más del
apartamento, no teníamos noticias nuevas y afuera la multitud había cambiado
los improperios por “asesinos” y “cobardes” que gritaban a todo el Churun Merú. Ildemauro decidió ir a
la planta baja en busca de noticias y al volver advirtió: “Van a allanar el
edificio, si nos encuentran acá podrían llevarnos”. Ante la nueva situación,
decidimos borrar mensajes de texto de los celulares que pudiesen
comprometernos, nos cambiamos de camisas y las que tenían consignas las
ocultamos.
Tuvimos que esperar. Avanzó el
día entre la angustia por no saber si entrarían en cualquier momento tirando la
puerta, los gritos que llegaban desde afuera y la incertidumbre de no saber qué
pasaría. Pero ese apartamento no fue allanado. La noche cayó y afuera, tras
horas de espera, terminó por disiparse la multitud enardecida.
Cuando empezábamos a sentirnos seguros,
prendimos la televisión y en el canal del estado el ministro Héctor Rodríguez
daba una rueda de prensa junto al gobernador del estado Francisco Rangel Gómez
y el alcalde del municipio Caroní, José Ramón López. En ella dejaba en claro
que las acciones ocurridas aquel día en Puerto Ordaz no quedarían impunes, que
se repetirían los allanamientos a las residencias Churún Merú hasta encontrar a
los culpables.
El miedo volvía para erizarnos
la piel. Decidimos que lo mejor era pasar la noche en el apartamento ya que
sospechábamos que durante la madrugada harían rondas para detener a incautos
que caminasen por la calle. Mejor salir temprano, y no a pie como habíamos
llegado, sino en un carro. Manuel habló con su papá y este accedió a buscarnos.
Despertamos a las cinco de la
mañana. El papá de Manuel venía en camino. Cuando este avisó estar cerca, las
cuatro muchachas, Manuel, Ildemauro y yo bajamos. Creímos ver la luz de la
redención al momento en que apareció el carro del señor Rodríguez frente al
portón de los edificios. Como pudimos, entramos y nos acomodamos. El papá de
Manuel arrancó y dejamos el caos atrás.