Esta noche resucitaron los muertos, yo
ya puedo escribirte. Me siento en la capacidad de tomar esto, doblarlo y
enviártelo como un avión de papel. Quizás, con suerte, lo leas y me pienses.
Quizás, con más suerte, te conmueva de alguna manera. Aunque la verdadera razón
de esta nota, más allá de mis caprichos y necedades, sea para decirte lo que antes
no pude, lo que me quedó en las manos y en la boca tras el final que tuvimos.
Porque luego de que te fuiste mis
pedazos quedaron regados por la casa. Me quedé solo, tirado, con la necesidad
de rearmarme para comenzar de nuevo. Y en cada rincón, ya fuese en el cuarto,
el pequeño baño, la sala-comedor, la cocina desordenada, el jardín con tus
girasoles próximos a marchitarse, cualquier sitio en realidad, fui encontrando
un pedazo mío atado a algo de ti. Algún recuerdo, anhelo, chiste interno o señal
de amor compartida; algo tuyo y nuestro al mismo tiempo que iba apareciendo y que
me llevaba a pensarte y repensarte, a intentar entender tu llegada, estadía y
partida de mi vida.
Sé que me quisiste mucho,
muchísimo, así lo descubrí en tus ojos y en su brillo, en los detalles de tu
sonrisa y de tus gestos, en la forma de dirigirlos hacia mí. También lo demostraste
en las acciones más cotidianas, como la manera de cuidarme cuando me daba
gripe, de corregir mi pronunciación en otros idiomas y aconsejarme cómo tomar
té. Me quisiste y eso es lo importante, aunque más importante sea que el
tiempo avance y nos haga ver lo que se va haciendo viejo con otros ojos, nos lleve a buscar nuevos
horizontes como si fuésemos colonos. Talvez te pasó eso, talvez dejaste de ver
en mi nuca los continentes que querías descubrir, no lo sé.
Para cuando te fuiste éramos
lo que nos habíamos prometido nunca ser: personas normales. De esas que se
desenamoran, que están por estar. Y si así nos pasó a los dos, qué hago acá
escribiendo esto, qué hago suspirándo más de la cuenta, queriendo ponerme al día con lo que te haya pasado y contarte que tengo nuevos sueños y ganas de realizarlos. Queriendo
dejarte en claro que no te guardo rencor, que no se puede ni se podrá, que tu alegría es la mía y que en tus fotografías de Instagram te ves radiante.
Mi consuelo es pensar en que no olvidarás
mis palabras, que ellas te acompañarán cuando viajes al alba, te rodeen pinos y neblina
y tengas frío. Porque ahí, en ese momento único e inigualable, encontrarás las
semejanzas entre mi amor y la palabra increíble. Eso es lo único que me queda
por luchar, un lugar en tus pensamientos, que alguna vez me nombres y
digas “sí, fuimos felices”. Ya lo demás es pasado, antiguo, desde que te
fuiste esa noche de todas las formas: literal, figurativa, metafórica, triste, melancólica,
etcétera.
Ya no sé qué agregar. Que gracias
por todo, que no volveré a hacer esto, que puedes estar tranquila pues esta
será la última de mis cartas. Me lleno de valor para irme a nuevas tierras, a Newcastle,
seguramente, mientras suelto tus amarras y te dejo libre de mi integridad, de
mis torpezas y recuerdos.
Esta es una despedida con aires
de renovación, demasiado viva como para llorar. El amor, el que es verdadero, querida clara de
luna, echa raíces en la tierra y se vuelve abnegado en su inmortalidad. Lo siento, pero eso no cambiará. Tú continúa adelante.