Fotografía obra de Jaime Zarate
No sé realmente qué estaba
buscando en esa época de mi vida, o si no buscaba nada y solo estaba perdido, o
si estaba perdido y no quería encontrarme. Lo cierto es que todo era muy confuso
y disperso, como una tormenta que tenía atrapado a un pájaro que no sabía a dónde
volar. Como buen muchacho desorientado, me refugiaba en fiestas, bares, reuniones de euforia y tanto más. Así pasaba mi año 2018 hasta
que, para saber qué era tocar fondo, tuve que despertar una mañana en el piso
de un baño que no era mi baño, desorientado, destruido y en una casa que
tampoco era la mía. Ahora que lo recuerdo, la escena parece sacada de una
película de Tarantino.
No recordaba la noche anterior,
menos aún en dónde estaba o cómo había llegado ahí. Con dolor de cabeza y sabor
a anís en la boca, salí del baño y descubrí que estaba en un sitio elegante,
una casa con muchas ventanas que dejaban entrar la luz de un sol radiante que
me encandilaba los ojos. Debía estar en la sala que, si bien estaba amueblada,
era un desastre que olía a cigarro, con papeles tirados por todos lados y una
atmosfera de fin de mundo en el aire. La mansión de un rapero, pensé, pero la
idea se desvaneció al ver en un mueble a un muchacho que parecía dormido y que,
al intentar despertarlo, abrió los ojos inmediatamente, como si siempre hubiese
estado despierto.
Le pregunté quién era, me miró y
se encogió de hombros. Estabas muy borracho, me dijo, no recuerdas nada.
Entonces se presentó, se llamaba Andrés Uzcátegui y era el dueño de esa casa, vivía
solo a pesar de que parecía tener mi misma edad, unos 24 años o quizás menos.
Nos habíamos conocido, según sus palabras, la madrugada anterior en un bar del
centro y por un amigo en común. Como yo no tenía dónde quedarme, me ofreció hospedaje
y yo acepté. Eso me pareció muy extraño: en esta ciudad, mejor dicho, en este
país, nadie siente confianza por nadie, todos estamos alertas para no salir
jodidos.
Aquel día nos caímos
bien o al menos eso creo. Su familia, según me contó, llevaba varios años en el
extranjero, él había decidido quedarse por trabajo. Le pregunté en qué
trabajaba y respondió que con oro. Así de simple, como quien no tiene nada qué
esconder. Pero todo el mundo conocía en qué se había transformado el oro en Venezuela: era el medio que conducía a negocios turbios, a explotaciones
ilegales que se daban en el sur del estado Bolívar y un sistema terrible que,
por supuesto, pagaba muy bien, demasiado bien. Pero Andrés parecía un tipo
normal, corriente, que incluso podría ser estudiante de derecho o ingeniería. Me dio un gatorade para la resaca y empanadas de desayuno hechas por la
cocinera que trabajaba para él, una mujer de rasgos guajiros y que se llamaba
Lupe. Antes de irme, Andrés me invito a regresar cuando quisiera.
Decidí volver. La primera vez fue
porque no tenía nada más qué hacer, luego porque quería; al pasar la primera
mitad del año, visitaba la casa de Andrés todas las semanas y se había
convertido en un buen amigo. Por lo general iba a conversar y tomar cervezas,
solo eso, hablábamos de la vida, de amores pasados, de fútbol, de política. Él
era más bien introvertido, pero siempre respondía mis preguntas. Poco a poco lo
fui conociendo más: tenía mi edad como imaginé, había nacido en Ciudad Bolívar
y estudiado solo hasta terminar el bachillerato, luego se dedic a
“varias cosas”, sin ahondar en qué eran exactamente. Al llegar la fiebre del
oro que hacía delirar a todos, él se había internado en aquel Viejo Sur venezolano, ese que se parecía
demasiado al Viejo Oeste
norteamericano. Pero nunca ahondábamos en sus negocios, mejor dicho, de ellos
ni siquiera hablábamos y yo sabía que así era mejor.
Una tarde, en una visita
cotidiana, Andrés me dijo que debía irse de viaje. No tardaría mucho en volver,
cuatro días apenas. Era por cuestiones de trabajo, esas fueron las palabras que
usó, y dijo que cuando volviese me avisaría para vernos. Yo imaginé muchos
escenarios sobre ese viaje y terminé por concluir que, quizás, mi amigo no
volvería. En el sur del estado, en esa tierra olvidada de Dios a la que
llamaban el Arco Minero y que no eran más que el conjunto de minas con uno de
los yacimientos de oro más grandes de Latinoamérica, se libraban los más
crueles enfrentamientos por el control del territorio. Las bandas armadas -o
sindicatos, como se hacían llamar a sí mismas- tenían el control de estas minas
y siempre estaban en búsqueda de expandir su poder. De esa manera se daban, por
ejemplo, matanzas de mineros, matanzas entre los sindicatos, torturas,
desapariciones, y muchas cosas desconocidas que nunca salían en periódicos. Lo
que comenzó como una posibilidad se transformó en una visión de futuro que ya
daba por cierta: no volvería a ver a Andrés. Esta idea cobró fuerza conforme
pasaron los 4 días y no recibí respuesta suya tras escribirle un mensaje de
texto. A partir de allí, lo llamaba una vez por día esperando saber de él, que
estaba bien y que había vuelto. Pero fue igual, mi amigo no aparecía.
Seis semanas y cinco días tras
verlo por última vez, recibí una llamada sobre Andrés, no de él, pues quien me
hablaba era Lupe, la cocinera. Mi primer pensamiento fue, por supuesto, que mi
visión había sido cierta y que a Andrés lo habían matado en las minas, pero
Lupe no tardó en avisarme que “el jovencito estaba de vuelta y quería verme”.
Fui ese mismo día a la gran casa en el sector Chilemex en donde hacía ya tiempo
había despertado borracho. Extrañamente,
fue Lupe quien me recibió en la puerta, pero no tardó en aclararme el misterio:
Andrés estaba enfermo, había contraído Paludismo en su viaje, una enfermedad
erradicada de Venezuela el siglo pasado y que había vuelto en los últimos años
sin que nadie hiciera nada para evitarlo.
Encontré a mi amigo acostado en
el mismo mueble en donde lo vi por primera vez, solo que ahora estaba con un aspecto
desgastado, parecía más flaco, con ojeras pronunciadas y un color de piel que
se debatía entre el gris y el amarillo. También tenía la frente llena de sudor
y parecía respirar con dificultad. Junto al mueble, dos botas llenas de barro
seco delataban que hacía muy poco había llegado. Al verme intentó sonreír y me
invitó a sentarme. Al contrario de lo que pensaba, no habló de su viaje ni de
su estado, sino del tiempo, de cómo pasa tan rápido y no nos damos cuenta, de
que los años se van y no los disfrutamos y que la vida, la verdadera vida, es siempre
dejada a un lado. No entendí esa última afirmación, pero tampoco quise
interrumpirlo. Finalmente, luego de lo que pareció un discurso que se dijese a
sí mismo, me miró a los ojos y dijo que necesitaba mi ayuda para salir del
país.
Me explicó el plan y al principio pensé que era una broma, luego creí que
estaba delirando por la fiebre, pero finalmente entendí que hablaba en serio,
muy en serio. Andrés necesitaba- esa fue la palabra que usó- irse de Venezuela
y quería hacerlo, precisamente, por las vías del sur del estado, es decir, de
dónde acababa de llegar. Debía viajar hasta la frontera con Brasil, en dónde se
reuniría con unos amigos que lo conducirían a tomar un
avión hasta donde estaba su familia en un país desconocido que ni siquiera mencionó.
Para ir hasta la frontera necesitaba de un chofer, alguien que condujese por
ocho horas desde Puerto Ordaz, nuestra ciudad, hasta Santa Elena de Uairén, la ciudad
fronteriza en donde se encontraría con el siguiente punto de
traslado. Hasta ahí, me explicó, necesitaba- esa palabra me ponía nervioso- de
mi ayuda. Finalizó diciendo que viajaríamos en su camioneta, una Toyota Autana,
y que luego de dejarlo me la podía quedar si quería.
Lógicamente, no encontré otra
cosa que decir que un sincero “no” como respuesta. Expliqué que nunca había
viajado por carretera siendo el conductor, que no conocía el camino hacia el
sur, que también tenía muchísimo tiempo sin manejar y no me sentía preparado. Ante
mi negativa, Andrés guardó silencio, pareció pensar detenidamente qué diría.
Tras resignarse, con mucho esfuerzo se levantó del mueble, se subió la camisa y
dejó ver una sutura pequeña en el abdomen. No tenía buen aspecto, parecía que no estaba sanando bien.
-Si me quedo- dijo calmadamente-
me van a matar acá.
Volvió a sentarse y contó la
verdadera historia: no tenía paludismo, los negocios en el sur habían terminado
mal y se había dado un enfrentamiento en el que le dieron un tiro, casi se
muere, aseguraba, pero ahí estaba. El enfrentamiento lo había ganado, explicó, pero
ahora lo irían a buscar tarde o temprano a esa casa, no podía quedarse allí ni
tenía a dónde ir. Le ofrecí mi casa, pero ni siquiera respondió a la
invitación. No te estaría metiendo en esto si no fuese absolutamente necesario,
lo siento, dijo con cara de perro regañado. Yo guardé silencio pensando en que mis
presentimientos siempre tuvieron razón, Andrés estuvo a punto de no volver. Sin
embargo, allí estaba. Con un balazo, pero vivo, todavía vivo. Y ahora quería, o más
bien, necesitaba volver al sitio en donde lo habían querido matar. Respondí casi
sin pensar en ello: está bien, lo haré.
Fotografía obra de Jaime Zarate
Salimos esa misma madrugada, a
eso de las tres de la mañana. Lupe se despidió llorando, Andrés le dejó las
llaves de la casa y le dijo que no volviera en un tiempo. Montando la Toyota
Autana, salimos de Puerto Ordaz para adentrarnos en la que ya no era una selva vigilada
por espíritus indígenas, tampoco la Canaima de Gallegos, sino ese Viejo Sur lleno de vaqueros con pistolas
y violencia en los ojos. Yo pensaba que iba a morir en cualquier momento, sin embargo,
el viaje fue más bien tranquilo. Encontramos algunos puntos de control de la Guardia
Nacional en donde, con solo ver a Andrés, los militares nos dejaron pasar
inmediatamente. En un par de ocasiones me indicó que parase frente a casitas
junto a la carretera, de ellas salían muchachos de nuestra edad o menores, a los
que Andrés les entregaba un sobre enigmático sin decir nada más. Fue entonces
cuando pensé en lo curioso que era que aquel mundo salvaje del oro venezolano
fuese dirigido por personas tan jóvenes, era como si nadie sobreviviese a este
más allá de los 30 años.
Llegamos a Santa Elena de Uairén
y despedí a Andrés Uzcátegui a eso de las dos de la tarde. No hubo muchas
palabras, supongo que ninguno sabía qué decir. Me preguntó si sabía cómo volver
y le dije que sí; le pregunté si él también regresaría alguna vez y dijo que no
lo sabía, pero que no sería pronto. Fuimos a un punto en Santa Elena en el que
nos reunimos con otra camioneta en donde estaban tres hombres esperándolo. Nos
dimos la mano y despedimos para nunca volvernos a ver. Él abordó el vehículo,
este echó a andar y yo también encendí la Autana y comencé el camino de retorno
el cual se me hizo más rápido, como es común al regresar de un viaje. Ya en mi
ciudad y al llegar a mi casa, asimilé todo lo que había pasado y comencé a
temblar sintiendo un miedo frio adentro de la piel.
Creo que nunca llegaré a saber
cuántos secretos guardaba mi amigo, cuántas historias que no me contó se llevó
con él. Muchas de estas, como ya dije, prefiero no saber. Al tiempo yo también
me fui de Venezuela. El día de mi partida, esperando el avión en el aeropuerto
de Maiquetía, concluí que esta era un país de soledades y nostalgias. Un país en donde lo normal no era en realidad tan normal, en donde el caos y el orden tenían
conceptos inexactos. No pude evitar pensar, sobre todo, en lo inmortales
que eran las palabras que el legendario Pérez Alfonzo dijera alguna vez: “Ve
usted, somos un país de mineros”.
Fotografía obra de Jaime Zarate