Imaginen una tarde en el Café
España. Imaginen que hace frío, un frío que pareciera azul y que flota en el
aire llenándolo todo como una película que ha sido colorizada en
postproducción. Por último, imagínenme a mí en una mesa distante, queriendo
pasar inadvertido, como quien no le debe nada al destino; y es que, de hecho,
si le debo algo tampoco tengo con qué pagarle.
Terminé allí por no tener otras
opciones, aunque también me gusta la vista y me dan café bajo la promesa de que
los pagaré luego. El dueño es mi amigo y su nombre es José León, un hombre que llegó
a Caracas a los 10 años porque su padre huía de la guerra civil española. El
padre, que se convertiría en periodista en El Nacional, le dejaría algo de
dinero con el que José comenzaría el negocio en donde ahora me encuentro. Este
espacio parece no haber sufrido remodelación alguna desde su apertura, el
tiempo aquí pasa distinto, más densamente.
Al igual que para Venezuela, los
días de gloría del Café España quedaron atrás, pero son recordados como
increíbles. Supongo que el pasado siempre será mejor. Ahora mismo es solo un sitio
que sirve de asilo a los solitarios, que guarda apenas un poco de magia, la
suficiente como para que se te ocurra una buena idea mientras tomas algo caliente.
Pare este punto da igual si sus tazas están amarillentas y cuarteadas, o si el
café no siempre es de la mejor calidad, este es un recinto, un santuario en
medio de nuestra ciudad distópica.
Volviendo al presente, hace un
momento un muchacho se paró delante de mi mesa y me ha dicho: señor, mi nombre
es Henry Arellano. Lo miro de arriba abajo, frunciendo el ceño y arrugando la
boca como un viejo pedante que no toma en serio a alguien más joven. Pero este
no se deja intimidar. Acto seguido se ha presentado como estudiante universitario,
aunque no ha dicho de qué carrera, luego pide permiso para sentarse. A mi pesar,
acepto aunque con ello interrumpa mi preciada soledad tan cultivada en los
últimos años.
- Usted es Ernesto Carreño- dice
el muchacho- poeta y profesor universitario. Lo he visto desde lejos y quise
aprovechar para hablarle de algo importante. Verá, para empezar, he encontrado un
libro en un puesto de la Av Fuerzas Armadas, es una antología poética que me
pareció muy curiosa, algo extraña, mejor dicho. Para empezar, no tenía
cubierta, pareciera que esta hubiese sido arrancada. Algunas páginas fueron
mordidas por las ratas y otras tienen manchitas oscuras que bien podrían ser
aceite o sangre o petróleo. Aunque la condición no importa, me parece más
importante que un libro en tan mal estado aún sobreviva. Tras ojearlo un poco
descubrí que recopilaba trece poemas de trece escritores jóvenes que se habían
unido y lanzado aquella edición en el año de 1974. Sin editorial ni algún tipo
de patrocinio, ni siquiera con unas palabras de agradecimiento a nadie, el
libro comenzaba con los poemas en seguida. Y pues, no sé, algo me atrajo,
¿sabe? Algo me dijo que debía llevarlo. Mi librero, un señor colombiano muy
amable, me explicó que tenía varios años con el libro y que nadie se animaba a
comprarlo, que si lo quería me lo dejaría más barato. No le mentiré, tenía
dudas de comprarlo, pero finalmente lo llevé conmigo.
Y el muchacho se queda callado con la cara de un boy scout que espera ser felicitado. Me sorprende, debo admitirlo, pues habla
de una de mis primeras incursiones en el mundo triste y solitario de la
literatura venezolana. En esa vieja antología de la que habla participamos
efectivamente trece almas perdidas que ingenuamente se hacían llamar poetas. Sin embargo, no quiero recordar ni menos hablar de nada de eso, prefiero desviar la conversación.
-Dime, Henry, ¿cuántos años
tienes?
-Tengo veinte, señor.
- ¿Y estás enamorado?
-Eh… Bueno, tengo novia.
-No te pregunté eso, Henry, te
pregunté si estabas enamorado.
-Estoy enamorado, señor.
Lo veo unos segundos, parece un
muchacho bueno, noble, de esos que tienen ideas para cambiar el mundo… Es
decidido, eso se nota en las respuestas que da, en cómo las pronuncia. Yo
continúo con mi discurso sínico.
-Bien, eso está muy bien.
Dime entonces: qué hace un muchacho de veinte años, que además tiene la
grandísima fortuna de estar enamorado,
preguntando por cosas olvidadas, cosas que la tierra ya está en proceso de
tragarse porque les llegó la hora de volver a dónde salieron.
-Disculpe, señor, no le he
terminado de entender eso último.
-Simple, muy simple, todo vuelve
a la tierra. En este caso: las hojas, la tinta, las palabras, los versos. Ese
libro que encontraste ya tuvo su tiempo y, de hecho, fue un tiempo bastante
inadvertido. Estoy seguro de que ni siquiera los nietos de quienes
escribieron esa antología deben saber de su existencia. En todo caso, ¿por qué
realmente has querido leerla?
-Es que verá, señor, yo soy
poeta…
-Bueno, eso explica mucho, lo
explica todo. Déjala ir, hijo.
- ¿A mi novia? - responde
extrañado.
-No, a la poesía, y a la
literatura también. Déjalas ir, olvídate de eso.
Entonces no responde nada, se queda mirándome con ojos de niño perdido, como si no entendiese o no creyese lo que le digo. Se hace el silencio al fin,
un silencio adornado por el tintineo de los platos, el murmullo de los
clientes, incluso el sonido del frio azul flotando en el aire, porque sí, las
sensaciones del cuerpo no solo llegan a tener color, también suenan. Finalmente el muchacho sale del trance, toma su morral, lo abre y de él saca el volumen moribundo
de la Antología Poética del Desencuentro,
el libro del que hemos hablado todo este tiempo. Entonces Henry Arellano abre
el libro y rebusca en sus páginas sepia y maltratadas una página específica, la
encuentra y lee:
-Poema ocho: Sakura, por Carreño.
A partir de la décima línea: “Abriré mis alas y alzaré vuelo/ cuando todo lo demás
caiga yo viviré en el aire/ lejos, muy lejos/ cuando todo caiga en esta tierra/
plantaré sakuras en el cielo/ creeré en mi mismo/ creeré que esos árboles
pueden florecer/ creeré en algo”. – cierra el libro, lo guarda y nuevamente
continúa firme- Usted dice que me olvide de la poesía, de la literatura y yo puedo
intuir el porqué. Claro, en este país no queda nada, no quedan editoriales ni
librerías ni escritores ni poetas. No queda una mierda. Y, de hecho, las
personas que aún estamos acá, realmente no estamos tampoco. Nuestra mente está
afuera. Yo solo quería felicitarlo por haber creído en algún momento en algo
más, al final, necesitamos esperanza. Más que nada esperanza.
Aunque usted la haya perdido, aunque usted mismo se haya perdido. Ahora mismo
no tengo mucho, apenas el pasaje para volver a mi casa, pero tengo esperanza y,
sobre todo, tengo ganas de creer en algo.
Y vuelve el silencio. Eso último
me hizo sentir desafortunado, triste, un perdedor. Me vi en tercera persona y
supe que me había convertido en la categoría de viejo intelectual al que me
había opuesto en mi juventud, esos armatostes que a los de mi generación nos
llamaban provocadores, incautos, degenerados por buscar lo que ellos ya no
tenían el valor de buscar. Así mismo estoy ahora. Agradezco a Henry Arellanos y
le pido disculpas, luego le pido volver a vernos en aquel mismo café para
saber lo que necesitaba cintarme y que era, apenas, una asesoría en su trabajo de
grado para la Universidad que trataba sobre la poesía caraqueña de finales
del siglo XX. Luego se despide y se va.
Desde mi mesa, veo cómo Henry
camina por la calle, cómo se pierde entre la gente. Pienso en nuestro
encuentro, en mi vida y en Venezuela, en cómo estas han cambiado desde 1974.
Cuánto se llegan a traicionar a sí mismos los países, cuánto se llegan a
traicionar sí mismas las personas. Y yo, que apenas he tenido la agudeza mental
de sobrevivir los años más fuertes de una dictadura, me doy cuenta ahora de
todas las cosas que me han quitado, de las que me he dejado robar. Por eso me
levanto, pago la cuenta -al parecer sí tengo con qué hacerlo esta vez- y salgo
a la calle a buscar algo inexacto, algún recuerdo, una imagen, lo que sea con
lo qué escribir un poema.