-Un cuaderno y una voz-


Fotografía obra de Celso Emilio Vargas Mariño

Yo pedí un expresso y Caro un late de vainilla. Me molestó la actitud con la que nos atendió la muchacha vendedora del café Babilonia. Parecía no tener paciencia para atender a los clientes y mantenía una cara de enojo nada amigable. Iba a contestarle algo por su antipatía pero Caro, adivinando lo que iba a hacer, me jaló del brazo y me llevó hasta la mesa en la que nos sentaríamos. «Seguro es que tiene algún problema» me dijo sonriendo y yo olvidé por completo la razón por la que estaba enojado. Allí se evidenciaba el poder que una persona alegre causa en los que están a su alrededor. Comenzamos a hablar disfrutando de las bebidas, aquella sería una conversación pendiente a la que ya no se le debía dar más tiempo. Recuerdo que afuera llovía y era una tarde de diciembre.


-El enojo nunca ha sido una cosa fácil de evitar. Es por su naturaleza, más simple de conseguir que la paz. Por eso todo el mundo lo sufre- me dijo la muchacha.

-Un gran comentario. Nada más cierto, pero nada pertinente en lo que nos interesa a nosotros dos. Caro, tú debes cantar.

-¿Vas a seguir con eso? Que cosas las que se te meten en la cabeza.

Era un asunto sencillo el que se topaba con nuestras conciencias, uno que en realidad se complicaba cada vez más. La cuestión era entonces que ella sufría un mal extenuante que era prófugo de la mismísima caja de pandora, aquel de soñar con algo y tener que menguar dicho anhelo por factores externos que estuviesen en contra de los que desea el corazón. Ella cantaba y amaba la música de forma tan sincera que realmente parecía alimentarla. Aun así, debía someterse a estudiar no sé qué cosa en la universidad por obligación de sus padres.  Yo desde afuera, era como aquel recordatorio en la agenda que se sabe existe, pero al que no se le presta atención. Le insistía que continuase con su primera querencia de vivir para cantar. Este mundo, con sus laberintos, sus barreras, su niebla que no deja ver el sol, a veces termina por hacer que la pobre gente que anda en él se pierda. No niego que a veces las mismas personas entrecierren los ojos procurando ver solo lo que desean ver, terminando por complacer a la mediocridad que todos llevamos dentro. Pero es que era la voz de Caro, aquella hermosa voz que transmitía felicidad, una obra de arte materializada desde el nacimiento. Pero claro, mi misión de ángel destinado a encausar a un alma dudosa no iba para nada bien. No progresaba en lo absoluto siendo totalmente sincero y es en ese punto en el que concluyo que no habrá don o talento completo mientras no esté acompañado de la voluntad. Por eso es que termino por entender el valor de este factor tan determinante. Que problemático todo aquello, aún más porque sentía que mi amiga no era feliz y eso era algo muy triste para mí también. Algo de lo que yo sentía debía ser parte para intentar hacer la diferencia.

-Dame una oportunidad, dátela a ti misma. ¿O me vas a decir que no prefieres hacer lo que deseas sino lo que quieren que hagas?- le dije intentando hacerla entrar en razón.

-Preferiría hacer simplemente, lo que no me lastime. Lo que no me suba a una nube alta de ilusión para luego dejarme caer sin paracaídas en el dolor de no lograrlo- me respondió.

-Entonces es miedo…

-¡NO! ¡Por supuesto que no es miedo! Es sensatez, es entender que se nace de una forma y con cierto destino y que éste es al que se le debe aceptar. Tratar de cambiarlo siempre termina pasándole malas facturas a los que lo intentan. Yo no quiero pasar por eso pero igual no es miedo lo que tengo.

-Está bien, te entiendo. Debo repetirlo de todas formas: tienes miedo a fracasar entonces. Solo que es un miedo con mascara y que está disfrazado de esa sensatez que nombraste. Todo porque prefieres no hacer nada a arriesgarte a vivir siendo diferente a los demás, no por lograr un triunfo hipotético, sino por el simple hecho de intentarlo. No te diré nada más si quieres, pero si quiero que sepas algo: eres más grandes que ese sentimiento que te amarra al piso mientras miras las nubes queriendo volar.

-¿Y tú como sabes que yo lo deseo? ¿Por qué crees que quiero volar a alguna parte?

-Porque he visto como brillan tus ojos cuando haces lo que te gusta, cuando tu voz sale y sonríes porque estás contenta no con los que te rodean, sino contigo misma. No me engañarás al decirme que ni siquiera has pensado en la cosa, sé que más bien piensas en eso más que en nada. Cuando te vas a dormir y cuando recién te despiertas, cuando estás sola o acompañada; esos son los síntomas de los que tienen un sueño vigente, de los que pasan a vivir por fomentar dicho deseo más que por vivir solamente. No me engañarás aunque te quieras engañar a ti misma y al mundo entero. Por eso ahora te lo digo una vez más: eres más grande que ese miedo y no te das cuenta,  porque estás preocupada en mirar a los lados buscando excusas con las cuales resguardarte. A mi criterio, no habrá nada que te pare, solo tú y nadie más que tú. Tal y como lo estás haciendo ahora.

Caro se levantó de su silla de un brinco y sin aviso alguno me dio una cachetada que nunca olvidaría. Cuando me compuse del golpe llevándome la mano hacia el cachete en donde me había pegado, reparé de nuevo en su persona. Estaba llorando y los ojos se le habían puesto rojos al igual que las mejillas. Yo me quedé estremecido por la sorpresa sin hacer nada mientras que sentía esa sensación de “no tuviste que haber dicho esto, debiste de haberte callado lo otro” creciendo en mi interior. La pena que pudo haber empezado a crecer en mi interior por lo ocurrido, fue asesinada por el acto seguido que efectuase la muchacha, pues ésta, sin decir nada en todo aquel extraño momento, se lanzó hacia mí y me abrazó. Un abrazo sincero que yo respondí luego de darme cuenta de que existía. Así nos quedamos un rato, en aquella azotea del segundo piso del café Babilonia en donde no había más nadie que nosotros dos. Yo no había entendido muy bien lo que había pasado pero sabía que un abrazo como aquel no era  muestra de otra cosa que de fraternidad pura. Que feliz me hizo saber que todo estaba bien, que no había cometido un error por mis crudas palabras, que Caro no me odiaría de por vida. Y así fue porque un rato después nos despegamos y nos miramos a los ojos (los míos un tanto aturdidos y los de ella igual de rojos) y me dijo con la voz entrecortada las palabras más bonitas que me dijese nunca: «Gracias… Gracias por todo». Los cafés se habían enfriado ya, pero eso no importó. Una nueva historia nacía ese día para Caro, una repleta de canciones y melodías, de muchas más sonrisas que delataran verdadera felicidad.