-Los aviones y el «no me olvides»-


Fotografía obra de Celso Emilio Vargas Mariño

Así comenzaba otro pedazo en el viaje. Yo estaba en un aeropuerto más, pasando la rabia de que mi vuelo se retrasara por tercera vez y ya sin siquiera la voluntad de continuar discutiendo con la empleada de la aerolínea. Siempre era lo mismo al momento de volar: muchas horas de trafico estresante con la preocupación de no llegar a tiempo y de que el avión partiera sin mí y para nada, terminaba yo esperando por el condenado pájaro metálico. Pero así era todo aquel proceso y ya me estaba empezando a acostumbrar a él con tantos viajes que se cruzaban en mis días por aquel entonces. Hacía tiempo que había abandonado mi ciudad, la recordaba tanto que a veces la sentía como un sueño bonito que nunca había sido realidad. Pero otra ciudad ya me había adoptado y también se había ganado un lugar en mi corazón. Lastimosamente, no estaba en ninguno de los dos sitios a los que llamaba hogar; estaba en mitad de la nada, en una ciudad que ni siquiera recorrí y en la que solo me que quedé una noche para tomar al día siguiente el otro avión. En ese rincón del planeta hacia un frío de los que ponen morados los labios y hacen que a uno le tiemblen las manos, nada parecido al lugar en donde crecí con su calor casi infernal. Así e cambiante es la vida y mientras que la nieve caía afuera, yo miraba el reloj y estaba pendiente de los anuncios de los vuelos que iban y venían aunque no terminase de aparecer el mío.


Entonces como esos pensamientos inevitables que se entrometen en nuestras guerras mentales cuando menos imaginamos que ocurrirá, fue que sentado en ese aeropuerto la recordé. Casi al instante me arrepentí de haberlo hecho pero ya era demasiado tarde y el arrepentimiento valía tanto como el sentimiento de anhelar tenerla a mi lado: absolutamente nada. Qué triste era el desenlace de nuestra historia: ella lejos en ese universo en el que nací y yo en ese sitio extraño. El ultimo día que la vi pudimos cenar a la luz de la luna en un restaurante que quedaba en una azotea. Qué bonito había sido ese momento, de esos que se te graban en la memoria como un video en alta definición. Frente a techos con tejas de las casas vecinas y debajo de un cielo lleno de estrellas que parecía haberse puesto de gala solo para el disfrute de nuestra vista. Hablamos, comimos, bebimos, reímos, nos tomamos de la mano y ambos sentimos la ilusión de aquella felicidad fugas que nos visita el corazón tan solo por el tiempo limitado de unas pocas horas. Antes de aquella noche no me había conocido a mí mismo completamente. Ella me hacía entender el poder del amor y solo así se puede saber quiénes somos. Debí haber disfrutado al máximo de aquellos instantes para que luego se consagrasen en mi memoria como la certeza de que había existido un pasado mejor que cualquier presente. Sin embargo allí estaba ya, lejos de todo el cariño desmedido de ella, porque no creía en la mentira de que el amor pudiese ser a distancia, este solo podía desenvolverse realmente cuando ambos individuos estaban juntos. Cuando la cena acabó y debíamos irnos con el mal presagio de que yo partiría a la mañana siguiente, me pidió (una vez mas) que no la olvidara. Como si eso fuese realmente posible. El tiempo pasó y viví tantos romances que mi memoria se convirtió en un cesto lleno de momentos desechados. A pesar de eso, ella se mantuvo intacta en el peldaño más alto de todas mis telenovelas personales. Ahora aquí sentado, entiendo que el amor es un evento rápido y fugas, uno que parece fermentarse en nuestra mente hasta darnos a entender que en ese factor (su rapidez) está también su belleza.  

Estás normal, tranquilo, sentado en medio de la nada y perdido entre tu laberinto interior, cuando haces un descubrimiento como el que yo hacía en aquel momento. Ocurre entonces el comienzo de algo nuevo que marcará tus días. Qué bonito es el devenir de las cosas. El amor que ella me habría propiciado, sería entonces inolvidable. Una voz femenina retumbó por todo el sitio en el que me encontraba y me sacó de aquel trance sonriente mientras decía: «pasajeros del vuelo… con destino a la ciudad de… favor abordar por la puerta de embarque número…» Y entraba de nuevo al mundo de los vivos. Me levanté y comencé a caminar. A veces el recuerdo salva y no solo nos condena, a veces nos devuelve a la senda de la alegría. Vivir con plenitud cada segundo, disfrutar de cada romance, sería la salvación de un presente menos feliz en el que los viajes por aeropuertos fantasmas caracterizan nuestros días.


Se llamaba Bella. Que gran coincidencia.