Tristeza monárquica


Fotografía obra de Alberto Rojas. Fuente Original: Caracas Shots

-¡Mi reina! ¡Mi reina!- gritó el rey- ¿Dónde está mi reina?


Nadie respondió. Todos en el salón real del castillo continuaron sus tareas. Los cocineros con su comida, los caballeros con sus espadas, los señores conversando y los poetas tocando sus pequeñas arpitas. El rey, extrañado y confundido, gritó aún más fuerte y con rabia:

-¡¿Qué pasa?! ¿No ven su que su rey les ha preguntado por su reina? ¡Que alguien me diga dónde está mi reina si no desean que los mande a decapitar a todos por traición!

El resultado fue el mismo, no prestaron atención. Continuaron con sus tareas, con sus asuntos, montando guardia. El rey entendió que algo pasaba. Quizás, ciertamente, se habían levantado en traición contra su nombre. No… No podía ser, seguramente estaban bajo algún hechizo extraño… Pero era imposible, él mismo había mandado a eliminar a todos los hechiceros del reino. ¿Qué pasaba entonces? ¿Por qué nadie le prestaba atención al hombre más importante de aquel salón? Un miedo frío comenzó a subir por la espalda del regente.

-Ordeno…- comenzó, pero ya el miedo lo había hecho sucumbir y su entonación cambió por un sollozo- Les pido… Sí, les pido que me traigan a la reina hasta mí, por… Por favor.

Nada ocurrió. Ningún alma caritativa quiso girar para ver al hombre que estaba parado frente al trono. El rey, al verse ignorado, desprotegido, solo y sin el poder divino de su real cargo, miró horrorizado una vez más la escena. Finalmente se quitó la corona y la observó. Tantas piedras, tanto brillo y no significaban nada. Acto seguido la arrojó desde su posición hasta el centro del salón mientras gritaba con toda la energía que daba su ser:

-¡¿Dónde está mi reina?!

Esta vez sí respondieron. Un caballero de facciones desconocidas apareció a su lado y, sonriendo, le dijo:

-Fuiste tú quien la abandonó, majestad.

El rey se quedó sin habla. Podía recordarlo, era cierto. Él mismo había abandonado a su reina por estupidez y egoísmo. Sintió cómo el dolor de todos los dioses pasaba a través de su corazón; este ya no bombeaba sangre azul, sino barro oscuro y espeso.

Despertó agitado. Miró a su alrededor, no había corona, solo una lata vacía y algunas monedas alrededor. Con cara de horror y ojos desorientados se acostó una vez más en el piso. Ya no estaba en su palacio, sino en el parque de Los Tubos, en Alta Vista. Descalzo, sucio y con ropa rota, extrañó a su reina con cada partícula de su integridad. Ella ya estaría en otro sueño, uno en donde él no podría alcanzarla.