Fotografía de Víctor Alfonso Ravago
El tiro suena en plena noche. La
calle Barcelona está casi completamente vacía. En ella solo se logran ver los
contornos corporales de dos hombres. Desde las casitas que están a cada lado de
la calle se escuchan murmullos y se ven sombras que se mueven en su interior.
Todo el que puede, mira desde la penumbra el espectáculo que acontece, siente
tristeza por lo que acaba de ocurrir. El cuerpo de Mirandino Paiba cae después
de un corto momento en el que intentó mantenerse de pie. A metros en frente de
él está, con pistola en mano, su enemigo
más fiel: el siempre pulcro Raimundo Tineo. El cuerpo herido después de
sucumbir ante su propio peso y quedar de rodillas sangra desde la abertura
recién hecha por la bala. Ésta última ha dado en un punto que no causará la
muerte inmediata a su víctima, pero el Paiba sabe que su tiempo respirando está
contado. Ese pueblo es tan pequeño que no posee sitio alguno en donde él pueda
ser sanado rápidamente. El desangramiento terminará por agotar su vitalidad.
Raimundo lo mira sin expresión en la cara, luego de unos instantes de accionar
el funcionamiento del arma al fin pronuncia:
Raimundo: Yo hablaré de ti y haré
de tu nombre una leyenda. Tú cuidaras de mí desde las alturas o desde donde sea
que vayas. Los días no serán iguales ahora que no te podré seguir odiando.
Mirandino: Aun matándome no dejas
de hablar paja. Tú eres y morirás siendo un pendejo…
Raimundo: Dale, dime lo que
quieras. Total yo no soy el que tiene llena de sangre la camisa. Pendejo tú por
andar desarmado.
El que acaba de mencionar
palabras comienza a desplazarse victorioso hacia su contrincante. Éste con un
esfuerzo sobrehumano intenta taparse la herida para que no siga chorreando.
Tineo llega a donde Paiba, se arrodilla ante él sin que le importe ensuciarse
con el líquido rojo que abunda en el suelo. Le toma la cabeza con ambas manos y
lo mira directamente a los ojos.
Raimundo: Grandes momentos
pasamos antes de que lo arruinaras. Grandes momentos como amigos, antes de
odiarnos a muerte.
Se aproxima más hacia cuerpo del
herido y lo abraza. No tardan ni cinco segundos antes de que la hoja del puñal
entre por el costado del abdomen y Tineo se aleja a causa del dolor, cayendo
también al piso arrodillado. Mirandino deja caer el cuchillo aún más débil por
ejercer ese último acto de esfuerzo. Tineo entiende todo: el otro no ha puesto
la mano sobre la herida para parar la hemorragia, tal acto es solo un engaño
para lograr también su última voluntad de llevarlo con él a la muerte. Ahora
los dos sangran y jadean, ambos se miran e intentan respirar.
Mirandino: ¡JA!... ¿No era yo el
que andaba desarmado? ¡Pendejo al fin!
Raimundo: Ya cállate vale. Yo
pendejo pero tú cobarde… No habrá cabida en algún buen lugar para ninguno de
los dos por esas cosas.
Mirandino: ¿Y qué era lo que me
decías? ¿Buenos tiempos juntos? Sí que los fueron…
Raimundo: Y hasta acá llegamos….
Ojala nunca te hubieses enamorado de mi mujer.
Mirandino: Uno… no manda… en el
corazón. Por favor… perdóname…
Paiba cae al suelo que ya es un
océano de sangre viscosa. Raimundo se tambalea de lado a lado observando como
el otro acaba de morir. Sonríe y pronuncia su última frase jadeante antes de
también caer.
Raimundo: No te perdono… jamás lo
haré… pero nos veremos pronto y… volveremos a ser amig…
La frase queda inconclusa y el
cuerpo se desmorona. Allí quedan tirados ambos, con la sangre aún emanando y
formando caminos que se juntan y que comienzan a llenar el lugar con el olor
característico de ese denso líquido. De atrás de un contenedor de basura
cercano a la escena, se ve una silueta salir. Es un borracho que se tambalea
con una botella de ron en la mano. Mira todo aquello con tristeza en su cara y
pareciera que está a punto de llorar. Se voltea y comienza a caminar calle
abajo mientras murmura con hipos intercalados:
Borracho: Cuando el amor es
prohibido o no es verdadero, éste se convierte en la tragedia de los
Querendones. ¡Hombres igual de cobardes, igual de pendejos!