Fotografía obra de VARL Photography.
Esa sí que era una buena vida,
una a la que, sin embargo, nunca logré apreciarle lo bonito. Cuando caminaba en
dos piernas y tenía pulgares opuestos todo parecía estar bajo control, yo era
el único que podía decidir qué hacer y qué no. Sin dudas puedo decir que en
todo aquello no había cabida a la tristeza que traen los malos momentos porque
ni siquiera percibía la existencia de estos. Nunca pasé desesperación por
incertidumbres que pudiesen llegar en el futuro. Lo único que realmente
importaba era lo que vivía en ese momento y solo de esa manera yo era feliz.
Lástima que mis decisiones fuesen cambiando y que, naturalmente, mi entorno
fuese adaptándose a éstas. Sin darme cuenta me fue creciendo más pelo que el
normal por todo el cuerpo, mi nariz se volvió negra y húmeda, por último y para
colmo, me fue creciendo poco a poco una cola. Quizás todo fue un castigo divino
por alguna de mis acciones. Si fue así o no, yo no podría saberlo.
Desde el inicio de la humanidad,
las personas tienden a suponer muchas cosas que toman como verdades absolutas y
que no pueden ser refutadas por nada ni nadie. Pero por lo general ocurre que,
con el pasar de los años llega cierto loco y dice que tal cosa no es así, si no
que es de otra manera. Al final termina ocurriendo que dicho loco tenía razón y
se vuelve a colocar una nueva verdad a seguir como si ésta siempre hubiese
estado. De esa forma, hace algún tiempo la tierra era plana y el hombre nunca
podría volar. Hace cierto rato que yo también pensaba que los perros no
hablaban ni menos podían escribir. Terminé siendo la prueba de que en eso también
estábamos equivocados. Recordando ese refrán de “nunca digas nunca”, es que
retomo aquella mañana de sábado cuando
al despertarme y mirar mi reflejo en el baño, con terror me di cuenta de la
nueva verdad absoluta que invadía mi realidad: yo ya no era una persona, me
había convertido en un perro.
Esta vida de cuatro patas y
garrapatas chupa sangre era horriblemente distinta a todo lo que antes había
vivido. Empecé por reconocer nuevamente todo lo que me rodeaba, dándome cuenta
de que las cosas eran más grandes que antes. ¿O es que tal vez siempre lo
habían sido y yo jamás me había detenido a notarlo? Dejé de vivir para empezar
a sobrevivir, allí fue que empezó el miedo al futuro. Un futuro que parecía
estar lleno de desgracia cuando me di
cuenta de que mi visión se había limitado al blanco y al negro. Al final, esos
parecen ser los únicos colores verdaderos.
Cuando se es un perro de la calle
como fue mi caso, tus instintos intentan imponerse a la razón. Esto es algo
natural debido a que, al verse uno desamparado, la necesidad por continuar
respirando se convierte en el único norte. Comes todo lo que sea masticable
para tus dientes sin importar la naturaleza de lo que sea. Finalmente olvidas
que tu vida no cambiará mientras que tú no impulses ese cambio. Tal verdad te
llena al principio de esperanza, para luego dejarte caer al percatarte que ya
nadie entiende lo que dices.
Pasé muchas veces por los parques los domingos
y vi gente pasándola bien y silbándome o acariciándome la cabeza. Un día de
esos fue que supe que había dejado las emociones que tenía cuando era humano.
Ya no sentía ni goce ni pena, ni esperanza ni desventura, al estar en mi actual
situación. Solo me concentraba en mirar las estrellas de noche sintiendo un
extraño tipo de fuerza que se agitaba en mi interior. Creyéndome la mentira de
que quizás, si lo pidiese como deseo a alguna de esas estrellas, yo pudiese
volver a ser lo que alguna vez fui.
En esta nueva etapa como perrito
faldero, la felicidad reside en poder encontrar en una noche de invierno, un
lugar caliente en el que me pueda proteger de la lluvia. Pero aun así no me
arrepiento de mi condición. Ésta es el resultado de mis decisiones y mis actos.
No me importa realmente si estos fueron
correctos o equivocados. Gracias a su efecto he podido crecer como individuo,
así ya no sea uno. Solo quisiera en algunas ocasiones poder regresar al pasado
y revivir por un momento aquellos instantes en los que, con un sándwich y una
limonada, hubiese sido capaz de encontrar las bienaventuranzas prometidas.
Así
funcionan las cosas, te encuentras en un ambiente determinado un día y al
siguiente todo cambia. Creo que es una mentira llegar a pensar que cambios
negativos en nuestros aconteceres son perjudiciales del todo para el individuo.
Se nos hace constante la necesidad a la adaptación para lograr sobrellevar las
adversidades. Soy un perro, uno que agita la cola y saca la lengua, que toma
agua y se rasca la barriga como lo hacen los de mi raza. Mi existencia no ha
sido un desperdicio sino, simplemente, una metamorfosis compleja y fastidiosa.
Se me hace muy difícil continuar escribiendo debido a que ya me duelen las
patas por la forma incomoda en la que tengo que agarrar el bolígrafo.