Fotografía obra de VARL Photography.
Desde mi niñez había escuchado
como mi papá decía siempre la misma frasecita corta que yo nunca podía
entender: “Andar no es lo mismo que caminar”. En aquellos días escuchaba
constantemente a mis padres discutir acerca de las desventuras que azotaban
nuestra familia y del hecho de que ya habíamos dejado de vivir para empezar a
sobrevivir. Nunca olvidaré como mi hermano intentaba constantemente calmar los
ánimos de la pareja suministrándole a cada uno por separado palabras de aliento
que buscaban renovar sus esperanzas hacia el futuro. El verdadero problema era mi papá y la infinidad
de negocios millonarios que inventaba de la nada y que siempre tenían como
resultado el completo fracaso. Ante tales actos descarriados mi madre tuvo un
amor casi inagotable y una paciencia lo suficientemente duradera como para que
el matrimonio llegase a cumplir los veinte años. Unos que el día del
aniversario, pasaron sin pena ni gloria como si no se estuviese celebrando
nada.
Fue una mañana de marzo cuando mi mamá
despertó, miro al techo del cuarto y se desbocó en su interior cierta fuerza
sobrenatural. Aquella fuerza que le da a un valiente el impulso necesario para
seguir sus sueños, aquella que muchos anhelan tener porque aceptan que el miedo
los contrala. Giró la cabeza en el acomodo de su cama y vio al hombre que
estaba acostado a su lado, aquel al que le había dado todo y del que no recibió
(mediante actos palpables) la respuesta de esa entrega. Quizás pensó en
nosotros, sus hijos, al tomar la decisión de lo que haría. Este pensamiento,
sin embargo, no la detuvo en ningún momento porque no le dio más vueltas al asunto. Ni siquiera
realizó el acto levantarse a tomar el café mañanero, esencial para comenzar el
día con buen pie. Solo esperó a que mi papá se levantara y allí, los dos
acostados viéndose las caras, ella por fin dijo:
-Me cansé, esto se acaba hoy. Ya
no te amo.
Él no entendió a la primera, ni a
la segunda, ni a las infinitas veces que ella le explico lo mismo: que estaba
cansada, que no quería continuar así, que era lo mejor. Solo sintió un dolor
inmenso en las profundidades de su ser. Ese dolor que sentimos los hombres en
el momento en que una mujer nos corta las alas cuando creemos sobrevolar el
cielo. Sin embargo, tomó el camino que por lo menos le trajese tranquilidad a
ella, no el de entender sino el de aceptar. Fue quizás por esa aceptación que
mi padre no duró ni un mes más en la casa ya que, de no hacerlo, habría
enloquecido. Se fue a una tierra lejana que cualquiera de los que habíamos en
la casa desconocíamos. Debo agregar que no lo hizo por abandono a nosotros sus
hijos y no lo digo por querer defender sus actos ya que se no fueron los
mejores desde un principio. Lleno de pena y desespero perdió la fe por aquellas
lejanas llanuras en las que intentaba luchar en contra de la locura que propone
la soledad. Así, después de cierto tiempo, nos llegó la noticia mediante una
llamada telefónica de la policía de esa región: un hombre había perdido la vida
en un accidente automovilístico. Papá murió no por un impacto entre vehículos,
sino por la forma peculiar que posee el destino de desenvolverse.
***
-Tú te preguntaras que porque
puedo contar esto tan fríamente, como si el recordar tales eventos no me
causaran un mínimo dolor- le dijo Gustavo Centeno a su prometida.
-La verdad no quisiera
incomodarte así que no tienes que darme explicaciones de ningún tipo.
-Sí, me sigue dando muchísimo
dolor recordar todo eso. Pero ya han pasado los años y me siento capaz de
contar la historia- respondió Gustavo haciendo caso omiso a la respuesta de su
amada– Tiempo después de la noticia, del velorio y el entierro de mi viejo, logramos
ir a la ciudad en donde había vivido luego de irse de nuestra casa. Debíamos
buscar sus cosas y hacer cierto papeleo necesario, ya sabes todo lo competente
ante algo así. Fueron entre sus cosas en las que encontramos un sobrecito
amarillento al lado de un diario viejo y gastado que contenía lo vivido por
papá desde que se había ido de la casa. Fue en el sobre en donde encontramos la
verdadera herencia que nos dejó, que consistía en un papel rasgado que tenía
escrito un parrafito que rezaba lo siguiente:
“Andar no es lo mismo que caminar. El primer acto consiste en vagar sin
sentido aparente y sin una causa que nos impulse, mientras que el segundo posee
una razón, una dirección y una meta. Yo anduve siempre, pero nunca caminé.
Caminen hijos míos, háganlo hasta que se les consuma la suela de sus zapatos.
Háganlo hasta que traigan felicidad a sus seres queridos. Que mi ejemplo sea su
ejemplo pero acerca de lo que no se debe hacer”.
Gustavo nunca lloró durante el
relato, mientras que su prometida, sin poder evitarlo, dejó caer lágrimas de
tristeza. El legado de un padre podría no ser algo fácil de precisar, sin
embargo, éste se mantendrá vigente en sus descendientes por siempre.