Fotografía obra de Alejandro Hernández.
Que risa da nuestra constante disfuncionalidad,
el inevitable suceso de que estemos ligados a lo incoherente.
Quizás así se torna todo más emocionante.
Pobrecitos los ángeles por no contar con nuestra naturaleza.
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Creemos en sueños anhelantes de realización.
Obviando los tiroteos del pasado de nuestra raza,
sintiendo la imaginación que nos domina,
negando fervientemente que la esperanza se ha ido a otros
planetas.
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Poseemos la forma ideal de humanoides inusuales;
somos seres que buscan más cosas de las que quieren encontrar.
Del amor hacemos nuestro eterno imperio,
en él nos refugiamos para que el frio de la soledad no nos haga
temblar.
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Qué curioso se comporta el complejo sistema con relación a
nosotros.
Existimos en un círculo que termina y vuelve a empezar.
Es la esencia de todo recordándonos en susurros:
que el final de la muerte significa un “algo más” esperándonos.
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Para colmo libramos una guerra secreta,
una en un sutil escenario: nuestro interior.
Increíble es que dentro de la carne y los huesos,
sea donde se evidencie la lucha con nosotros mismos.
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¿Que quedará más allá del tiempo?
Más allá de la mañana que corre para volverse noche.
Podremos debatirnos entre pesares y aun así nada se detendrá.
Todo parecerá una sombra fulminante ante las ilusiones.
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Entonces será que acaso en nuestra imperfección seamos perfectos,
que en nuestro delirio se encuentre la verdadera paz,
que en la lucha propia se halle algo más puro que el sacrificio.
Indudable es nuestro destino definido por la palabra «inestable».
Algo sí es
seguro: los humanos somos curiosos, muy curiosos.