Fotografía obra de Celso Emilio Vargas Mariño.
El niño se encuentra en un rincón
de la habitación. Se supone que su tragedia está en pleno desarrollo y los
dioses intentan ponerlo a prueba, sin embargo, él sabe que no es un héroe, no
podrá triunfar. Bueno, creo que como narrador estoy siendo muy severo con tan
patético personaje, mejor decir simplemente que está en un momento bastante difícil.
A su alrededor hay espectros que deambulan para atormentarlo y no dejan de reír
por su desgracia. La madrugada continúa transcurriendo muy lentamente, tanto
que hasta pareciera que el tiempo también busca que su tormento sea más cruel.
Solo algo está claro en su interior: nunca antes se había sentido tan
deprimido. Las razones son pocas en realidad, pero tan contundentes que logran
condensar tanto dolor como puede albergar un corazón. Su vida empieza a perder
color.
Vuelve a mirarlo uno de los espectros.
El niño solo responde la mirada mientras que no puede evitar la fuga de una lágrima.
Acepta que su voluntad ha sido doblegada, que la infelicidad no era solo un
mito de piratas y que ésta ha tocado a las puertas de esa habitación para irlo
a visitar. Al parecer los humanos son tan indefensos como su fortaleza lo
permite y en ese caso tan particular, él ni siquiera intenta evitar que su
debilidad salga a relucir. Los sueños de viajes a tierras lejanas se van
borrando de su conciencia, él ya no quiere realizarlos y prefiere que así sea.
Va olvidando también la ilusión de una vida llena de amor, ese elemento ya ha
dejado de ser parte de su vocabulario. Pobre niño, es muy joven aún como para
permitir que sus alas se quemen por la acumulación de eventos tan tristes.
Es entendible su estado, horas
antes lo ha traicionado su ser más querido. Éste último se ha dejado llevar por
la tentación y lo ha apuñalado en el corazón, aun así, el niño no ha muerto. Hábilmente
ha logrado parar la hemorragia al recordar heridas pasadas, aunque el dolor continúe
siendo insoportable. Respira entrecortadamente con ambas manos sobre su pecho
mientras el órgano palpitante intenta bombear a pesar de todo. Ha encontrado en
algún lugar de ese espacio, una bebida color verde con ciertas propiedades
curativas que también le permite continuar despierto y no caer ante las tentaciones
del sueño. Sabe que si lo hace todos los esfuerzos realizados hasta ese momento
perderán sentido.
Entonces aquel individuo
flacucho, pálido y sin esperanza, logra entrar repentinamente en esa etapa
filosófica a la que accedemos los hombres en situaciones desesperadas. Intenta
comprender qué hace allí, cómo llegó hasta ese sitio, cómo cambiar las cosas.
Todo lo que es hasta ese momento, cada partícula de su Ser, conforma un
rompecabezas que no desea armar. Vuelven los vestigios de un pasado que no le
pertenece, que fue de un individuo con su mismo cuerpo y su mismo nombre, pero
que sin dudas no fue él. Luego llega la silueta de este presente tan denso por
desilusiones, tan vertiginoso por errores que se podrían evitar pero que aun así
se continúan llevando a cabo, por fin, tan melancólico por pertenecer a una vida
que no merece. Finalmente está el futuro, pero en cuanto a este segmento del
tiempo no logra vislumbrar nada. El futuro es para él otro espectro como los
que están a su alrededor.
A través de las cortinas comienzan
a vislumbrarse los rayos de un sol cuya existencia el niño por poco y había
olvidado. En ese momento llega con el crepúsculo una nueva necesidad. Aquel niño,
malherido, con los ojos hinchados por los lloriqueos ahogados y con peso extra
por la desolación que siente en todo su Ser, decide levantarse y salir de aquel
sitio. Lo hace, comienza el trayecto hacia lo desconocido. No es mucho lo que llega
a andar para llegar hasta la playa, una con un mar que ya conoce sus agonías, una que deja
gravar sus huellas en la arena aunque luego éstas se borren. Allí se queda, de
pie, mirando un cielo que con aquel amanecer parece una obra de arte. Logra
sentir como comienzan a pasar los dolores de aquella herida en el corazón,
comienza a apaciguarse aquel dolor de cabeza que tanto lo había atormentado. El
Niño por fin deja un poco la desilusión y en su cabeza comienza a desarrollarse
una revolución ante todos aquellos males establecidos. No es capaz de sonreír, él
no es un héroe, aún no ha ganado nada. Sin embargo, aquel amanecer le permite
por primera vez percibir algo nuevo: su futuro. Lo que se muestra ante él es un
mundo de infinitas posibilidades, uno tan grande como el sol que ahora empieza
a aparecer. Se sienta sobre aquella arena para continuar apreciando el paisaje.
Ese es un momento para eso únicamente, todo lo demás comienza a dejar de
importar. Al final de tanta desdicha, de tanto sentimiento exprimido de forma
vertiginosa, él ya no se siente un niño. Su tragedia lo ha hecho crecer, por
muy infantil que ésta fuese.