Fotografía obra de Víctor Alfonso Ravago.
Sin pensarlo dos veces me lanzo del balcón mientras
transcurre aquella fiesta de ensueño. La música electrónica que eleva, las
luces de colores guiando caminos y un centenar de personas deseando llegar al país
del nunca jamás; tantas cosas alrededor y yo cayendo en cámara lenta
mientras mi vida comienza a parecer otra vida. Ideas brotando en el subsuelo de
mis pensamientos, haciéndome sentir un dios entre aquel frenesí desbocado.
Entonces la fiesta, ese conjunto perfecto de caos y estridencia, logra ser un
ritual para trascender. Y yo en su procedimiento milenario deseando fundirme con las viseras del mundo, con el
polvo de las estrellas. Nunca antes tan libre, jamás tan lleno de esperanza
renovadora; una existencia plena, llena de magia. Abro los brazos para que fluya la energía
del universo, para crear nuevas cosas, para ser dueño del tiempo que corre en
mi reloj. Ya mis sentidos están lejos, cierro los ojos entregándome a la
adversidad. Siento como la emoción recorre cada partícula de mi constitución
generando algún tipo de fuerza desde el núcleo de mi ser. En este punto, en este
maravilloso segundo, la naturaleza transmuta en su funcionamiento y yo
dejo de caer para comenzar a levitar. Me elevo por los aires hasta el infinito
espacio sideral. Sigo escuchando la música estridente, pero ya me encuentro
lejos, cada vez más lejos. Hasta al fin llegar al Olimpo.