Fotografía obra de Génesis Pérez.
Sin lugar a dudas, sin dudas en
el lugar, nos acostamos en el piso sintiendo el frío de la sala. Allí, perdiéndonos silenciosamente en caricias exploradoras, comenzó la alquimia milenaria del amor. Polvo estelar flotó en el aire promoviendo el mismo génesis que dio origen al universo. Aquel rocío escarchado cubrió de vida todos los rincones de la casa, se trataba de la esencia que emanaban nuestros cuerpos desnudos.
Debajo de la mesa comenzaron a
brotar ramitas y vegetación. Aparecieron raíces en los
bombillos y los hicieron estallar. Árboles y monte tapiaron ventanas y puertas
cercándonos del mundo exterior. Lo verde transformó el entorno, entretando el sonido del agua era signo de que un río comenzaba
a correr con la pantalla del televisor como naciente. Estrellas
brillaron e hicieron del techo un cielo nocturno, uno bonito y claro como el del llano.
La cuestión se detuvo cuando los últimos tepuyes terminaron de formarse. Para entonces el respirar de la naturaleza se sincronizaba al nuestro. Sin darnos cuenta había salido cacao, plátano, yuca y
demás en aquel conuco de ensueño. Bambú, caoba y araguaney
haciendo un bosque que palpitaba. Y para perfumar el ambiente crecieron rosas coloridas,
orquídeas y azahar con su fragancia de mujer.
En aquella casa se impuso el Edén
del que todos hablan. Y ella y yo dentro de este, siendo un Adán y una Eva que se miraban
a los ojos esperando que los relojes del mundo se detuviesen para siempre. Pasamos a ser energía pura gracias al frenesí, mientras al rededor solo se veía el milagro del amor. Un acto imposible para muchos, pero no para nosotros
que, acostados en tierra negra, ya eramos eternidad.
Nos dormimos abrazados, sin saber
dónde terminaba uno y comenzaba el otro, conectados por una vena invisible que
enlazaba ambos corazones. Al despertar el paisaje había desaparecido, la sala de la
casa volvía a ser la misma, sin aquel bosque inmenso que estaba horas
atrás. Aun así sabíamos la veracidad de todo lo ocurrido. La prueba
de aquel romance desmedido y trascendental era la florecita blanca que aún
permanecía en su cabello.