Fotografía obra de Víctor Alfonso Ravago.
Nos despertamos buscando un poco
de nuestra vida anterior. Esa que se ha quedado en la noche que ahora amanece,
de la que nos separamos por sueños nocturnos. Nos despertamos desorientados,
sintiendo que el mundo se acaba. Con algo de arrepentimiento en los hombros y
desamor en las pestañas. Somos renacimiento, una promesa hacia el porvenir.
Ahí, sin levantarnos aún, sentimos que nada tiene sentido, luego que todo lo
tiene, para volver a creer en lo primero. Seguramente lo único seguro es que
estamos despertando del pasado mismo. Que nuestra historia será diferente a
partir del preciso momento en el que abrimos los ojos esa mañana. Que nada
podrá detenernos. Contando con que esto pudiese ser una mentira llena de
bostezos y lagañas, valdrá la pena buscar nuestras verdades matutinas. Deja de
importar que la noche sea la muerte más sofisticada, el asesinato natural de
nuestra conciencia fénix. Aunque despertemos con dolores de cabeza producidos
por el alcohol, con ilusiones rasgadas por el tiempo inconcluso, con ganas de
seguir durmiendo y romper en dos la alarma despertadora, continuaremos
parándonos de la cama en búsqueda de ese destino incierto que hay más allá del
límite rectangular del colchón. Puede que las cosas no tengan mucho sentido en
este proceso enigmático que es despertar, pero seguimos haciéndolo, quizás
porque nos agrade reencarnar, o porque no queremos quedarnos entre sábanas de
olvido.