Fotografía obra de Juan Mattey. Fuente original Flickr
Es un poco irónico que sea
precisamente en este punto en el que me ponga a recordar. Justo ahora que tanto
me da igual, que tanto ha cambiado desde aquel pasado que aún me persigue. He
sido y dejado de ser, me he roto, renacido y cambiado de carácter. Sin embargo
tengo la paciencia suficiente para entablar este dialogo anacrónico conmigo
mismo, mientras las estrellas giran encima de mi cama y no puedo dormir.
Comencemos con la rabia, la ira y
todas esas cosas que dan dolor de cabeza. No está mal que confiese que estoy
enojado con el destino. Que sus líneas de tiempo y sus configuraciones de
espacio nunca han estado de mi lado. Por lo menos soy sincero, si pudiese
golpear al destino lo dejaría con la nariz sangrando, esa es mi única verdad.
Si encontré el amor y él se encargó de llevárselo otra vez, si fue capaz de
dejarme ilusionado y con muchos chocolates por regalar, pues yo tomo la
justicia por mi propio puño, golpearía al destino si pudiese tal y como lo
haría cualquier insensato adolescente.
Luego esta soledad que me
acaricia. Al final todos se fueron buscando emociones que acá no se podían encontrar.
Amigos y familiares se perdieron en bosques y playas lejanas. Una lista larga
de nostalgias y despojos. En mis días
solitarios he comprendido el significado encriptado de los silencios, los
espacios vacíos y el peso de las tardes
de lluvia. Bien podría quedarme así lo que me resta de vida, pero
supongo que ya tampoco soporto mi propia compañía.
Y sí, estoy triste, deprimido y con
ganas de llorar. La mirada que me devuelve el espejo es digna de mi propia
lastima. Lo peor es que ya no sepa qué decir para desahogarme. Envejecí rápido,
supongo. Con apenas veintitantos años ya hablo de dramáticas contemplaciones,
como aquellos artistas que se autodestruyeron por sus agónicas obras. La
diferencia es que no soy pintor, poeta, actor; yo no soy artista. Pertenezco al
grupo de hombres que rebasaron la línea de la razón y la locura, de los
recuerdos y las noches, los recuerdos y una cantidad considerable de sueños
inconclusos.
Al final me toca decirte que no
tienes por qué asustarte, tampoco estoy tan mal. Si llegas a leer esto debes
saber que quizás no sea yo el que lo escribe sino, quizás, tú mismo. Porque
todos llevamos el germen de la desolación dentro. Ese estado que llega en
momentos desesperados para darnos la mano, para comenzar a vivir desviviendo.