Fotografía obra de Juan Mattey. Fuente original Flickr
Vamos a desfigurarnos la cara a
punta de verdades. Yo te digo tus fallas, tus defectos y todas las veces que
has sido egoísta. Tú me apuñalas con mis equivocaciones, mi complicada forma de
ser y las veces que no he estado cuando lo necesitas. Pasamos a gritar para que
nos escuche el mundo entero, para que incluso los ángeles en el cielo puedan
entender lo que es el amor después del amor. Ya no importa nada de eso. Ya no
nos importamos tampoco.
Yo con la boca seca y los ojos
llenos de rencor al fin le he perdido el miedo a que llores. Todo porque me
dijiste más cosas de las que cumpliste. Porque tu eternidad duró muy poco.
Porque te perdoné lo que a nadie le había perdonado y aun así volviste a
equivocarte. Con complicadas teorías falsas intentas disfrazar el hecho de que
ya no me quieres. De que te cuesta estar conmigo en el mismo cuarto y que solo
quieres huir. Pues te digo algo, si fuese por mí moriría tres veces antes de
tener que respirar tu aire otra vez, que huele a rosas sí, pero de un jardín
que me ha causado la mayor de las penas. Te digo que no entiendo cómo eres
capaz de pensar que luego de esto seguiremos siendo amigos. Insinúas que le
demos tiempo al tiempo, que en un futuro podríamos llegar a estar juntos otra
vez. A eso llega tu inconsciencia, cómo pretendes que siga parado en este
terminal esperando el carro que te traiga si con cada arteria y vaso sanguíneo
de mi corazón fue que te amé. Morir es una opción que, de alguna manera, ya
estoy escogiendo.
Tú con los parpados rajados de
tantas lágrimas y la furia de Cronos en cada gesto me replicas lo que digo. Me
preguntas si soy lo suficientemente idiota como para pensar que ya no me
quieres. El problema son mis errores y su tamaño; tantos y tan seguidos han
terminado por cansarte. Me explicas que también prefieres morir antes de hacer
algo que no quieres y eso precisamente es seguir con esto. Que mucho aguantaste porque me querías.
Que la cuerda que unía nuestras almas terminó por romperse. Aclaras que soy un
egoísta por querer pegar pedazos rotos. Que si no quiero dejarte ir no es
porque te quiera, sino porque le temo a la soledad. Nunca me olvidarás, dices,
pero ya tampoco me recuerdas como antes. Me hace falta crecer, continúas, y
dejar ir las cosas que ya no se quieren quedar. Mueves las manos rápidamente,
sé que quisieras pegarme pero eres mejor que eso. Terminas tu discurso aclarándome
que nadie es malo ni bueno en esta historia, que si estuvimos bien antes de
estar juntos estaremos bien luego de estar separados.
Terminamos tirados en el piso de
la sala. Con las ojeras tan negras como las palabras que nos hemos gritado. Estamos
en silencio sintiéndonos muy lejos del otro. Luego de la guerra, luego de
explotar y de querer destruir esta casa que fue nuestro santuario idílico,
mucho luego, volvemos al ahora. Y nos miramos con pena y lástima. Arriba los
ángeles reconocen que su condición es mejor que la de los humanos y que si esto
hace parte del famoso amor son afortunados por no haberlo sentido nunca. El
final infeliz triunfa mientras los protagonistas se odian.
Entonces ocurre lo que
curiosamente es frecuente en estas situaciones. Nos levantamos. Nos acercamos.
Nos damos el último beso, ese que no se olvida. Sabemos que amaremos nuevamente
y que encontraremos la felicidad, lástima que no sea igual a la que construimos
juntos. Te extrañaré como los muertos extrañan vivir, porque tú para mi fuiste
una suerte de vida. Ahora que hemos renacido luego de nuestra ruptura nos
llevaremos mutuamente en las caricias dadas, en la espalda, en las manos y en
los esfuerzos. En todo por siempre. Porque eso también ocurre con el amor
después del amor, deja marcas imborrables. Como tú. Como yo. Como el nosotros
que ya no será.