Femme du feu


Fotografía obra de Juan Mattey. Fuente original Flickr

Conocí a una mujer kamikaze como las que se encontraba Woody Allen. Fue en una fiesta de viernes en la que terminé por azares del destino. Desde que la vi llegar  supe que esa muchacha era el elixir del caos, una criatura problemática con pupilas incandescentes, palabras rebeldes y la promesa de estrellar su avión contra mi pecho.


Nada de eso me importó realmente y comenzamos a conocernos. Ella (bohemia hasta la médula) hablando de críticas sociales, de las cosas que están mal en el mundo, de Picasso y su light painting, de Tarantino y su manía por hacer tributos a las películas viejas. Yo (siempre bruto) limitándome a ser un actor de primera categoría que asentía y disimulaba porque no entendía nada de lo que le estaban diciendo. Mientras disimulaba la creación de supernovas que sentía en la cabeza. Tal vez por los tragos, por el cigarro o por su olor.

Los engranajes hicieron  “clic” entre nosotros y solo con sonrisas fuimos capaces de entendernos. Así nos fuimos de la bulla y de las luces que frenéticamente seguían reproduciéndose. Sin darnos cuenta ya estábamos en el balcón de mi apartamento mirando estrellas y diciendo algunas tonterías para hacernos reír. Una cosa llevó  a la otra y con todo el placer del mundo terminé recorriendo las veredas infranqueables de su belleza. Es entonces cuando uno se pierde por tanto sentir. Se pierde por beber del elixir del caos que ya en ese momento destilaba desde su cuello. Y no solo se queda perdido, sino también preso y bastante idiota por aquel proceso. Como si no hubiese vuelta atrás al atravesar la oscuridad de la noche, al estar dentro de una mujer salida de la caja de pandora.

Perdí el conocimiento en algún punto de la madrugada cuando aún seguía  entrelazado por sus piernas. Desperté con el cabello alborotado de caricias y marcas de labial hasta en las uñas. Al girar buscándola, no encontré más que la marca negra de una explosión en su lado de la cama. Las sabanas y la almohada aún con brazas encendidas. No había muchacha ni ojos incandescentes, críticas sociales ni la promesa de otro beso. Ni siquiera un número de celular. Ella había explotado a mi lado  fundiéndose con el todo. Y yo ahí, sin nada. Lo único que quedó fue un light painting en el aire, yo era Picasso y ella una silueta efímera fotografiada en mi memoria.

Esa mañana no fui por café ni periódico. Entendí que estaba bien que la chica hubiese explotado. La verdad es que posiblemente no tenga suerte con las mujeres kamikazes porque yo también soy un desastre, ya saben, los polos iguales se repelen. Siendo así quién sabe, quizás termine explotando en mil pedazos cualquier sexo casual de estos.