-Mis confesiones sobre tinta-


Fotografía obra de VARL Audiovisual.

Parte I

La sensación de tener una hoja de papel en frente es curiosa, a veces se puede intentar describir, otras uno se limita a quedarse callado buscando palabras sinceras. «Es bonito», «es complicado», «es un misterio». Y tantas formas de colocar un calificativo a lo que se siente teclear cuadritos encima de un rectángulo virtual o redactar en el cuaderno con una letra que se resistió a la dictadura de las caligrafías. Escribir es ser libre en un nuevo encierro. Sin saber muy bien lo que se hace pero reconociendo que se está demasiado atado al proceso, como si fuese una segunda respiración de la cual dependemos para continuar en este mundo.


Parte II
-¿Qué es lo que tú escribes?

-Qué sé yo.

Lo peor es que se ríen con la respuesta. El que uno siga siendo así de ingenuo resta seriedad al oficio, sería mejor decir algo ocurrente que cite frases de escritores muertos. Claro que para hacerlos se necesita de una inteligencia sobresaliente y una buena memoria, cualidades que no solo no poseo sino que quizás no llegaré a buscar nunca. Para mí (por lo menos hasta este momento exacto de mi vida) continúa siendo inexacta alguna respuesta sobre qué escribo. Entonces, cuando el interlocutor parece realmente interesado, busco claridad en mi interior y con toda la convicción del mundo respondo “pendejadas”. Mi mamá me regañaría si lo supiese.

Parte III

Hay tiempos en los que no sale nada. En los que te sientas con la misma taza de café, en la misma mesa, con la misma computadora que está en el mismo cuarto, y no sale nada. No se despierta ninguna musa ni llega el chispazo divino que te impulsa hacia adelante. Te da rabia o te da tristeza, o no sientes nada porque prefieres tenderte en la cama para descansar. O intentas algo, no te gusta, arrugas la hoja y comienzas algo nuevo. Luego repites el proceso hasta frustrarte.

Otras veces vas por la calle y ves, vives o sientes algo que se escribe solo. Tú solo sirves de puente y cámara que vuelve perceptible a los demás la fotografía garabateada de lo que has vivido. Escribes de amor porque estás en el idilio y crees que nada puede salir mal, que el destino es demasiado bueno contigo porque encontraste a esa persona. O gritas a través del martilleo a las teclas verdades de tu País y todas las quimeras que este encierra. Escribes de tiempo y espacio, de recuerdos inmortales o de la vida siendo vivida. De fantasía, de ciencia ficción, de desvelos o sueños. Escribes y todo pasa, la pena sosiega y el dolor atenúa.

Parte IV

Iba en un autobús desde Puerto Ordaz hasta San Cristóbal. Corría el mes de agosto del año 2005. Apenas llevábamos algunas horas de camino cuando saqué un cuaderno que había llevado al viaje y escribí un par de líneas vibrantes por el movimiento del vehículo. Al terminarlas se las mostré a mi papá, que iba al lado. “¿Dónde leíste esto?” preguntó. “No, yo lo escribí”, le dije. Él sonrió y quiso saber si se lo regalaba, dije que sí, arranqué el papel y se lo guardó en el bolsillo de la camisa. Ese es el primer recuerdo de algo que yo haya escrito por pasión. Mi papá todavía me dice que tiene guardado el papel. Supongo que probablemente lo haya perdido en los vaivenes de la vida. Lo que no se perderá jamás, lo que nos quedará a ambos por el resto de nuestros días, será ese recuerdo. El de un niño y su viejo recorriendo caminos de descubrimiento.