Fotografía obra de VARL Audiovisual
La verdad es que ya no escribo y de eso es lo único que puedo escribir
ahora. De cómo llego a la casa después de trabajar, de cómo me siento en
el escritorio con la ilusión de que algo aparezca y me veo a mi mismo
externamente quedándome callado, sin hacer ningún movimiento, sin sacar
palabras o ideas frente al computador. Pero la terquedad heredada de los
abuelos vuelve a uno cada que se le antoja intentando cambiar las cosas para
nuevos resultados.
He leído muchos libros y qué bonito ha sido ver en sus hojas secas
historias alucinantes e imágenes codificadas. He buscado nuevos lugares para
conocer, como los islotes del mar o los pueblitos cerca de las montañas, en
ellos no me he quedado a vivir por el amor tan grande que le tengo a mi propia
tierra. He cambiado hábitos, cambiado de lugar las cosas de mi cuarto y
cambiado las frases que acostumbro decir. He probado nueva comida y también
vinos, cabe destacar que este último ni siquiera me gusta, pero lo he hecho
igual.
Dejé el cigarrillo. También dejé de pensar tanto en las cosas del destino,
ese era otro de mis vicios. Preferí volverme frígido con el devenir, optar por
vivir cada momento como si fuese llegando. Sin ansias, ni reclamos. Cambié mi
percepción del amor y, bueno, me enamoré. Es que probé hacer de todo, desde
bucear pese a mi miedo a los animales marinos hasta mirar las estrellas
acostado en el techo del carro.
Probé la noche y ella me probó a mí. Como la vez que en una fiesta me caí a
golpes junto con unos amigos contra otro grupo de muchachos. También tengo aún
la cicatriz en el codo de la vez que intenté patinar. Pinté grafitis en las fauces
de la madrugada, me llevaron preso al despuntar el alba y a mediodía ya estaba
comiendo empanadas cerca del mercado. Me divertí, claro que sí. Hice el amor
tantas veces que por poco me desintegro en el vórtice del idilio. Sin embargo seguía
la forma de poder contar esas historias, no llegaba ni llegaría.
El tiempo comenzó a correr de forma extraña. Era la ausencia lo que ahora
llenaba todo, ese tipo de excentricidades aparecían a cada rato. Volví a
pintar, a hacer canciones y a pasar momentos con mi gato. También protagonicé
una obra teatral, eso me gustó, de esa forma podía dejar ser yo y huir un rato. Ese
es el problema con los artistas- me dijo un día una amiga en cierto café de
la Carrera Nekuima- son demasiado intensos.
La cuestión acá es que yo ni siquiera soy artista. Solo soy un tipo común,
algo distante ciertamente, pero uno que al fin y al cabo no busca mucho más que
entablar un dialogo con el universo entero. Bueno, quizás mi amiga si tuviese
razón. Entonces todo esto es para hacer oficial esta aclaratoria: ya no buscaré
escribir sino más bien volverme letras, palabras, oraciones. Pediré que
sepulten mi cuerpo en la biblioteca de Alejandría y así luego, cuando al fin sea
un fantasma, tendré mucho para ojear.
Al parecer todas estas tonterías son las únicas que puedo decir al vivir un
bloqueo creativo. Conozco tan bien la razón de este que prefiero simplemente disimular
su existencia y continuar adelante. Por ahora me despido, comenzaré a martillar
teclas a ver si con suerte aparece algo.