Cuento de un muchacho que camina por Alta Vista


Fotografía obra de Juan Mattey. Fuente original Flickr


Comprando una teta de jobito en la Plaza del Hierro, el vendedor me anuncia: “Son cien bolos, llave”. No se ve ninguna llave en el lugar, tampoco alguna cerradura, pero le respondo “gracias, papá”. Le entiendo y me entiende y ambos seguimos adelante. A lo lejos se ve la rueda de la fortuna de Alta Vista, continúa girando aunque hayan pasado muchos años desde que la feria cerró. Todo tan nostálgico, tan pasado. A esa gran noria la mueve el viento, el mismo que se respira en los grandes hornos de Sidor, en las celdas de Venalum o el ferrocarril y los buques de Ferrominera. De Alcasa es la plaza por la que ahora camino. Y de quién sabe quién será esta tierra que piso. Será de los que la habitaron por primera vez, de los que la independizaron, de quienes plantaron sueños en ella, o simplemente de todos aquellos que la hayan pisado alguna vez. Quizás no sea de nadie, quizás sea de sí misma. Del perro con sarna en el lomo que busca comida en la basura, del niño descalzo en el asfalto ardiente que hace malabares con limones, del vagabundo delirante que pide algo de dinero asegurando que no será para droga. De quién es esta tierra, me sigo preguntando, mientras avanzo, mientras voy a la altura de la carrera Tocoma en el centro de Puerto Ordaz, ciudad cuya pertenencia ahora intento descifrar.


Sigo caminando. El calor me consume, me hace delirar o, tal vez, pensar con un poco de claridad. Puerto Ordaz, la incandescente. Así le empecé a decir cuando supe que la incandescencia es la cualidad que tienen los metales de ponerse al “rojo vivo” por la exposición a altas temperaturas. Pues este sitio posee esa capacidad. Su suelo, al ser un gran pedazo de mineral compacto, se pone precisamente al “rojo vivo” ante las embestidas que le da el sol todos los días. Y nosotros en el medio sin saber qué es peor, si sufrir por el calor o no saber aún de quién es esta tierra.
Veo muchos edificios que me recuerdan a María, antes de irse ella vivía en uno llamado Araguaney y que queda en la calle Aro, justo antes de llegar a la carrera Caruachi. ¡Cuánta falta me hace María! Se pierde ahora de estos paisajes llenos de criollismo devastado, de urbe caída en pleno vuelo. María no tiene de esto en el norte, no tiene mañanas de colores industriales, ni palabras tricolores como las que acá decimos. No me tiene a mí para afirmarle que vale la pena quedarse, que nuestras quimeras nacionales no se irán solas. Que debemos luchar por esto, por aquello, por tal y cual. Que hacerlo es jodido y complicado pero, sobre todo, necesario. La verdad es que se me fue un pedazo de mí mismo detrás de María, pero yo la entiendo y ella me entiende y ambos seguimos adelante.


Llego hasta la panadería Salto Angel Norte, entro y saludo a los que conozco. Los que me conocen me saludan también, siempre vengo a comprar pan canilla o, como dirían los franceses, baguette. El panadero, cuyo nombre no recuerdo en este momento porque siempre lo llaman por un sobrenombre que tampoco recuerdo ahora mismo, es un gran conversador. A él le conté una vez que mi gran sueño es poner un café en esa calle. Sería un sitio al que llegue todo el mundo a buscar una bebida cuando caiga la lluvia, uno en donde la gente pueda conversar de todo. De literatura y empresas básicas, de los carnavales y la política, de teorías y moda; en fin, de lo que sea. Aquel amigo me respondió que toca echarle un camión para lograr ese sueño hoy en día, pero que sí se puede. ¿No es bonito acaso que nos acompañemos en nuestros sueños? Me lleno de esperanzas porque lo entiendo y me entiende y ambos seguimos adelante.  

Salgo una vez más a la calle con dos panes canilla debajo del brazo, me detengo y veo a mi alrededor aquella ciudad por la que siento tantas cosas, esa que no ha dejado de ser una promesa que ya casi nadie quiere cumplir. ¿Y de quién es esta tierra? Vuelvo a preguntarme. “Es mía”, me respondo frunciendo el ceño, asintiendo con la cabeza y con un revolcón en el núcleo de mi ser. Cuánta pendejada puede pensar un muchacho hasta llegar a una resolución tan simple. Pero acá lo importante es la convicción que tengamos ante esa resolución, y luego lo que hagamos con ella. Por lo menos ahora eso entiendo y espero que tú me entiendas, que también sientas que es tuya esta tierra y que ambos, llenos de valor, sigamos adelante.