Fotografía obra de Génesis Pérez
Extraño mi carácter.
Extraño mis palabras.
Lo que antes era para mí mismo, lo que dejé ir.
Las cosas que me alegraban, cómo miraba el mundo.
Cómo sentía que el mundo me miraba.
Extraño mis veranos y mis temporadas de lluvias.
Mis días ahora se van esperando que también pasado se haga
este presente.
Este presente extraño y distante.
Este presente equivocado con la boca seca y las manos frías.
¿En qué momento nos perdemos de nosotros mismos?
En qué momento pasamos a ser el ratón corriendo por la casa
de noche,
intentando encontrar certidumbre en el mundo que lo rodea,
deseando no ser víctima de la vida
intentando disimular los ojos llorosos.
Y seguir corriendo sin detenerse a pensar que no se conoce
el destino al que se quiere llegar.
Ahora tengo 17 años y no sé qué carrera estudiar en la
universidad.
No, tengo 43 y no sé qué hacer con el divorcio y que mis
niños sufran.
La verdad es que ya son 79 y no sé qué hacer antes de morir.
La verdad es que no recuerdo cuál será mi edad, solo recuerdo
bien el problema.
El problema está ahí, no se va:
Extraño el pasado.
Pero sobre todas las cosas,
la realidad de esta situación desoladora
es que al fin entendí cuánta falta me hago.
Cuanto anhelo mis lugares, mis manías, mis consuelos.
Me extraño más que al pasado en sí mismo.
Y me odio, con dolor, con desprecio.
Por no haberme acompañado más.
Por llevarme al punto de esta confesión desesperada por
intentar encontrarme.
Una vez más. Al menos una sola.