Mi naturaleza es la de un animal
salvaje. Vagando, siempre a la defensiva. No conozco ni admito otras ideas que
no sean mis ideas, otros empeños que yo no haya mencionado. Soy grosero,
altanero y encuentro atractivo caerme a golpes de vez en cuando, y también de
vez en siempre. Un tipo duro, solitario, terco. Soy un lobo, quizás, uno que no
está herido aunque parezca cojear, uno que no está triste a pesar de que le aúlle
a la luna queriendo recuperarla.
Continúo adelante llevando mis
errores, mis malditos errores. Los peores me visitan en formas grotescas cuando
cae la noche. Me vigilan y se acercan cuando parezco alegrarme por algo. Me
recuerdan lo que no quiero recordar, lo que no debió pasar. Me distingo de los
demás en la manada por una mirada que nadie quiere ver, ni siquiera yo mismo
cuando paso frente a un espejo. No le tengo miedo, pero no tardo en insultarla.
Mi sacrificio es llevarla a cuestas, consuma lo que soy. Esa mirada enojada,
llena de arrepentimiento, de incredulidad a que alguna vez existió algo bueno
para mí. A que merezco amor. A que soy capaz de darlo.
Moriré cualquier mañana de estas.
Cualquier noche. Cualquier vez. Quedaré tirado en algún piso, el que sostiene
mis pies o el que me ofrece la depresión que ahora siento. Ese piso con
gravedad aumentada que no deja que me pare. Con heridas de bala que hacen que
sangre, que llore, que me sienta mal como el mal mismo que ahora atravieso. Ese
es el otro lado de los fuertes, de los tercos, de los que no tienen memoria y
se lanzan de algún balcón. En realidad no me suicidaré, no creo en esos
escapes. Lo mío es más triste. Lo mío es continuar sufriendo con la naturaleza
de un animal salvaje que fue deshumanizado por la realidad distópica que hay en
su interior.