Fotografía obra de Alberto Rojas. Fuente Original: Caracas Shots
La vida se va tranquila, sin prisa, entrando por un portón
grande y sin mirar atrás.
Él se queda inmóvil en la acera de enfrente.
Sin saber muy bien qué hacer a continuación.
Intentando calcular las magnitudes.
Pero los sentimientos no se miden.
Comienza a caminar.
Lo hace por impulso, no por decisión.
Calles más rotas y contaminadas que hace un momento.
El mundo ha logrado cambiar de un momento a otro.
Lleva las manos a los bolsillos del desgastado jean.
Sigue caminando.
Una vieja pasa a su lado caminando lentamente.
Lo mismo un perro.
Llega a un semáforo con niños descalzos pidiendo dinero.
A ninguno presta atención.
Sigue adelante.
Adelante, anhelante, evitando también mirar atrás.
El cabello se despeina por el viento.
Las orejas se ponen coloradas, pero afuera no hace calor.
Es de tarde.
Una bonita tarde.
Las orejas se ponen coloradas por el fuego que reverbera en
su interior.
Pasa entre el monte y las culebras.
Pasa entre las incertidumbres del tráfico.
Pasa por el rallado despintado del asfalto.
Y no se detiene.
Pasa por un parque viejo y oxidado.
Un peligroso pensamiento ligado al olvido aparece fugaz en
su mente.
Camina más rápido.
Respira con dificultad.
Como si sus pulmones se hubiesen quedado sin aire.
Intenta pensar en otra cosa.
Funciona.
Vuelve a respirar bien.
Sigue caminando.
El centro es peligroso.
Pasa cerca de una muchacha que está llorando.
Alguien la auxilia.
Ella explica que le han robado el bolso y el celular.
Continúa.
Pasa cerca de una mata de mango.
Por galpones con grafitis.
Por casas tristes y opacas.
Una alcantarilla tapada deja salir los olores del averno.
Un heladero deja en claro con su pregón aquello que vende.
Más niños de nadie, sin camisa, con la barriga inflada por
las lombrices.
Algunos vagabundos, sin camisa, con la percepción enmarañada
por efectos de la droga.
Es una ciudad de furia donde los guapos triunfan sobre los
otros guapos.
Y la barbarie reina entre la añoranza por salir de una
situación que no debió existir.
Él sigue caminando.
No extraña a los que se han ido.
Solo quiere luchar para lograr que vuelvan.
Aún tiene esperanza.
La esperanza aún lo tiene a él.
Llega a las afueras occidentales de la urbe.
Sube una colina.
Ve más contaminación.
Más asedio citadino e inconciencia colectiva.
Botellas rotas, pañales usados, bolsas negras, zamuros deleitándose.
Va apagándose el día.
Llega hasta una
colina y lo ve:
El atardecer más bonito de la historia de este planeta.
Con colores fundiéndose y nubes haciendo el amor.
Extiende los brazos en cruz.
Se hace uno con aquel paisaje.
No de forma figurativa.
Literalmente su cuerpo se desintegra y esas migajas
ascienden fundiéndose con el cielo.
La cuestión es que…
Es que la vida se fue tranquila, sin prisa.
Por un portón y sin mirar atrás.
Pero la otra cuestión, la más importante de sus cuestiones
es que…
Es que él la ha tuvo consigo lo suficiente y de tal manera.
Tan maravillosa manera.
Que se cree pleno, feliz, realizado.
Eso no lo cambiará nada jamás.
Ni la distancia.
Ni el tiempo.
Ni ninguna ley física.
La vida se ha ido pero jamás lo abandonará.
Entonces abre los ojos.
Voltea.
Y desde la colina ve panorámicamente su ciudad.
Aquella distopía tenue, criolla, demasiado querida, y en la
que ha crecido.
Empieza a caminar nuevamente.
Ahora en retorno.
Debe hacer muchas cosas.
Aprender, crear, crecer.
Antes de volver a estar vivo.