Fotografía obra de Alberto Rojas. Fuente Original: Caracas Shots
Algo había en la mirada de aquel perro
callejero, tan fija en mí, concentrada, que parecía buscar algo, o quizás, con
pleno conocimiento de lo que había encontrado. Yo no me atreví a moverme, no
solo por la perplejidad sino por el miedo que me daban
esos ojos infinitos y el colmillo que se asomaba. Pero no era morderme lo que
quería, sino ser un mensajero de la providencia. Hurgó en mi alma
como un forenze el cuerpo de un muerto. En esta ocasión, el animal había casado
al hombre. Y yo, sin resistirme, entregué todo mi ser a aquel perro que
se había aparecido de repente luego de que la borrachera me tumbase para
atrás en una acera. Y al levantar la vista, allí estaba, observándome en
silencio, como un fantasma nocturno o el diablo transformado que contaban las
viejas historias. Acaso querría decirme algo, darme algún mensaje. Ya para
entonces había visto algunos imposibles y
tan misterioso era el perro que daba la idea de que en cualquier
momento hablaría. Esos ojos de azabache
me escanearon la vida sin necesidad de moverse, me exploraron el espíritu y
dejaron más vulnerable que nunca. Y con el mismo aire espectral, el animal
salió de su trance y recobró el movimiento. Se alejó algunos pasos hacia atrás
y continúo su camino por la vereda.
No pude levantarme sino hasta entender que
aquel suceso significaba, de algún modo, una señal destinataria. Sea como sea,
el encuentro me sirvió para volver a mi gran pasión: la pintura. Gracias a esta
historia es que es posible inaugurar esta exposición a la que ustedes
cordialmente han venido. La semiótica cósmica existe en los
acontecimientos. Yo, por ejemplo, no he vuelto a beber vino tinto con tanta
frecuencia.