Fotografía obra de Alberto Rojas. Fuente Original: Caracas Shots
El chispazo que me dio la vida fue
un rayo que rompió el cielo y siguió a través de mi cuerpo hasta las
profundidades de la tierra negra. Dios
tenía el plan complejo de que yo tuviese plena conciencia de mí alrededor. Que sintiese
el calor del sol que, más que vida, me secaba y tornaba sepia mis hojas caídas;
de la humedad que me rodeaba las raíces ancladas en las profundidades. Estaba
condenado desde el primer instante, era un náufrago lejos de la humanidad
aunque cada día me pasaran por el frente los visitantes que paseaban por el
parque. Mi destino estaba maldito.
Desde el comienzo, mi vida se
limitó a tres tareas específicas: presenciarlo todo, como ya dije; albergar
criaturas (pájaros arriba, alimañas abajo, hormigas por todas partes); y
fotosíntesis. Por lo menos esas eran las que con mayor frecuencia recordaba.
Respecto al acto de presenciar, solo debía cumplir con las mismas funciones que
una gárgola gótica, ver y no tocar, escuchar y no decir. Los días eran tan
aburridos, tan pesados y lentos que oraba cada noche para que mi martirio
acabase de un hachazo contundente que me dieran en el tronco. Pero eso no pasó.
Seguí sin mayores cambios que el viento meciendo mi cuerpo inerte.
Conocí las historias eternas que
desde siempre había tenido el parque: romances pasajeros, viejitas lanzando
comida a las palomas (que, por cierto, siempre me cagaban encima… Las palomas,
no las viejitas), mujeres con bebés en cochecitos, y tantos otros clichés
citadinos. Mientras tanto, mi ira por aquella condición crecía, se hacía más
grande y me envenenaba la corteza. Cómo podía haber una vida tan triste y
estéril limitada a ver el mundo pasar sin hacer nada. Durante el primer
invierno descubrí, sin embargo, que cuando las lluvias eran fuertes, la
cantidad de agua saturando mis raíces terminaba por embriagarme. Comenzaba con
un mareo que luego se transformaba en una borrachera tan grande como el
aguacero que estuviese cayendo. Al día siguiente amanecía con las hojas caídas,
débiles y aún salpicadas mientras un vomito de barro empantanaba el suelo. De
la ira había pasado al alcoholismo. Como las personas comunes, había superado
un problema usando otro.
Y fui viendo cómo el parque envejecía
poco a poco, se llenaba de óxido, de descuido y tristeza. Algunas cosas eran renovadas,
como los asientos y los faroles, pero nunca se podía luchar contra la maleza
incesante, los perros soltando sus miserias en los caminos ni las plagas de gusanos
que carcomían las extremidades de los de mi raza. Avanzaron los meses, los
años, una vida entera. Me hice viejo, casi tanto como la edad del parque mismo,
pero el tiempo no deterioró mi percepción, continué joven porque pudo más la
obstinación por mi libertad robada que resignarme a la derrota.
Cuando acababa de cumplir 78 años,
una visión apocalíptica me terminó de joder. Fue una noche serena y perfumada
cuando me despertó el sonido de un grillo fastidioso. Entonces los vi: era una
pareja de árboles plantados uno al lado del otro hacía meses que habían hecho
crecer sus ramas buscando las del otro hasta estrecharla. Era un romance
consumado y conmovedor que a mí me causó una gran tristeza al entender que, en
todos mis años, nunca había logrado estar enamorado. Con toda esa melancolía,
reuní todas las fuerzas que tenía haciendo vibrar la tierra y solté un grito de
árbol anciano que resonó en la distancia despertando pájaros y alarmando transeúntes.