Burelli



Fotografía obra de Juan Mattey. Fuente original Flickr


No recuerdo qué edad tendría en esa época, intuyo que debían ser diecisiete, dieciocho o diecinueve debido a la forma descontrolada en la que me enamoraba; solo en esos años se sufre con cierta exageración los procesos de querer a una persona y todo se confunde con amor verdadero, luego pasa el tiempo, vienen las rupturas, los abandonos, y entiendes que las eternidades juradas durarían muy poco.



En esa etapa yo gozaba de un privilegio que los jóvenes siempre desean: hacer aquello que realmente se disfruta. No estudiaba ni trabajaba, era libre para ser un vago feliz. Me dedicaba a escribir, pintar acuarelas y editar fanzimeles que luego eran publicados en páginas de internet tan independientes que probablemente solo eran leídas por sus administradores.  

Pero no me consideraba ni un artista ni un intelectual, más bien era un desastre que buscaba afuera la decadencia que llevaba adentro. Iba a fiestas muy latinoamericanas y muy venezolanas de la clase media alta de Puerto Ordaz en las que bebía ron con coca cola (si teníamos suerte y había coca cola, si no, pues ron solo), bailaba reggaetón en garajes oscuros y conocía gente que también buscaba acompañar su soledad. Así me inspiraba y sobrellevaba los días.

En una de esas reuniones de euforia conocí a Juan Burelli quien me pidió un cigarro al verme sacar la cajetilla y el yesquero. Como no me gusta fumar solo, accedí y terminamos conversando. Juan no tardó en hacerme una sinopsis de su vida: era nieto de inmigrantes italianos que llegaron al puerto de la Guaira en la década de los 50, estudiaba Ingeniería Mecánica aunque no había podido pasar del cuarto semestre, y era vendedor furtivo de marihuana aunque decía que aquel era un oficio momentáneo. Me pareció bastante joven para aquello pero luego prensé que ya en mi época la gente crecía muy rápido y todo el mundo hacía cosas adelantadas a su edad.

Yo apenas conté cosas sin mucho detalle, que acababa de volver de Colombia, que no me dedicaba a nada y que me gustaban los libros de historia. Entendí que él, más que fumar, quería hablar con alguien así que seguí regalándole cigarros aun pensando que estos estaban muy caros como para darlos a desconocidos.

La noche transcurrió lentamente. Tanto que terminamos contándonos historias de amores pasados, de alguna que otra fechoría infantil y tantos otros temas dispersos. Para las tres de la mañana, ya lo consideraba un verdadero amigo por quien daría la vida si un malandro nos viniese a robar y amenazase con dispararnos. Éramos muy diferentes, yo buscaba refugio en mis obras ingenuas, Juan disfrutaba de los carros con una extraña fascinación. Conocía modelos, marcas y tecnologías automovilísticas que, como buen fanático, no tardó en exponerme. Yo ni siquiera sabía manejar, él en cambio había tenido un Chevette del 92 a los quince años, un Ford Fiesta del 2002 a los dieciséis y un Toyota Yaris del 2008 que hacía un mes había chocado contra un poste al manejar borracho. Me agradaba escucharlo hablar porque muy en el fondo ya estaba cansado de las temáticas bohemias de mis amigos convencionales.

He pensado tanto en irme, dijo de repente y yo pensé que se refería a emigrar del país como era común en esos días. Le dije que afuera había oportunidades pero que esa no tenía que ser su única opción, que estaba bien si se quería quedar. Esto es muy jodido, me dijo, la vida es siempre muy jodida, le respondí, pero toca vivirla. Imaginé viéndonos en tercera persona y sentí algo de lástima, éramos dos mártires buscando desahogar las penas, encontrar quien sirviese de aliado en medio del huracán.

Juan Burelli se fue sin despedirse y probablemente yo hubiese hecho lo mismo. Al día siguiente la noticia de su suicidio me llegó con un viento frío en la espalda. Eran las cuatro de la tarde cuando Pedro Ayala, el dueño de la casa en donde había sido la fiesta, llamó para darme la noticia puesto que nos había visto hablando la noche anterior. Esta mañana vinieron dos policías a verme, dijo Pedro, me explicaron que encontraron el cuerpo flotando en el río Caroní, Juan se lanzó desde el puente que conecta a Puerto Ordaz y San Félix.

Colgué la llamada y me sentí quebrado, como si hubiese muerto un primo y no un recién llegado. Nuestra generación está maldita, dije en voz alta pero nadie me escuchó. La casa estaba sola, la calle estaba sola, yo estaba solo.