Fotografía obra de Jaime Zarate. Fuente Original Flickr
Cuando vivía en las afueras de
Pamplona, un pueblo al noreste colombiano, tenía un gato de compañero. Era
negro y sin raza, con ojos verdes y profundos que cuando miraban parecían
linternas espectrales que podían atravesar cualquier cosa. Llegó una noche
cualquiera, ya siendo un adulto, y empezó a hacerme compañía, con el pasar de
los días se acostumbró a que le diera leche y algo de carne, supongo que por
eso decidió quedarse.
Yo, como buen humano solitario,
encontré compañía en aquel animal. Aunque no me contestase, aunque solo
estuviese a mi lado por conveniencia y necesidad, lo llegué a querer. Una noche sin embargo al buscarlo a
las 6:00 pm, hora en la que puntualmente le daba algo de comer, no lo encontré.
Al principio no me preocupé, pensé que tarde o temprano aparecería. Con el
pasar de las horas no fue así. El gato no estaba en la cocina ni en la pequeña
sala, en mi cuarto ni en el baño; es decir, no estaba en ningún lugar de la
pequeña casa que era mi hogar. Empecé a preocuparme. Debe estar afuera, pensé.
Salí a la oscuridad de la noche y no lo vi a los alrededores. Solo
entonces me di cuenta que ni siquiera le había puesto un nombre. Gato, ven,
gato, empecé a llamar, pero no apareció y decidí ir hasta el pueblo.
Mi casa quedaba en una colina. Descendí
con ojos expectantes por si llegaba a encontrar a la mascota. Menos mal traje
chaqueta, dije en voz alta sin que hubiese alguien que me escuchase. La noche
estaba helada y solitaria y por eso terminé pensando en que quizás el gato se
había muerto de frío. La idea me espantó, pero en seguida creí imposible
aquella hipótesis pues aquel era un gato callejero y esos son demasiado fuertes
como para morir de esa forma. Gato, gato, seguí llamando, pero no hubo ningún
maullido de respuesta.
Así llegué a la entrada del
pueblo y ahí me detuve. Una mujer estaba sentada en una banca a la orilla de la
carretera. Aquello no era usual por las bajas temperaturas del clima. Continué
caminando pues no había otra forma de entrar sin pasar a su lado. Buenas
noches, dije. Buenas, respondió la mujer. Tenía el cabello negro y largo y no
parecía sentir frío. Seguí caminando y justo al pasar por su lado preguntó si
sabía cómo se llegaba a Bucaramanga, una ciudad a 3 horas aproximadamente. Solo
entonces vi que llevaba un morral de viaje y advertí que su acento era
extranjero y familiar para mí. Le indiqué cómo podía llegar hasta el terminal
de autobuses del pueblo y que allí podría tomar un autobús a la mañana
siguiente. Me dio las gracias, yo me giré y seguí caminando para seguir con mi
búsqueda.
Entré al pueblo y fui hasta los
lugares más comunes, la plaza central, la calle principal, pero no encontré al
gato. A decir verdad tampoco había mucha vida a mi alrededor, solo algunas
personas en el Café España y otras más paseando. Debían ser las 10:00 pm y no
era común aquella soledad pero tampoco me importó mucho. Pasé junto a una
cantina en donde escuchaban a Pipe Bueno cantarle al despecho y luego por la
iglesia en donde algunos vagabundos despechados no tenían quien les cantase. El
gato no estaba ahí. Decidí volver con las manos en los bolsillos y la tristeza
de haber perdido un amigo en la guerra.
Al salir del pueblo volví a ver a
la mujer sentada en la misma banca en donde la había dejado. Esta vez sí sentí
miedo ante su imagen. La posibilidad más coherente que cruzó por mi cabeza era
que aquella mujer era un fantasma. Y como si hubiese leído mis pensamientos,
ella giró la mirada hacia mí y se quedó contemplándome. Buenas noches, dijo
nuevamente como si nunca me hubiese visto. Quién es usted, pregunté sin que me
importase ser descortés. Teresa, respondió, me llamo Teresa. Me miró con ojos
tranquilos y me sentí mi propia estupidez, esa mujer no era ningún fantasma.
Conversamos por media hora,
quizás, y fue suficiente para que yo conociera los puntos centrales de su vida.
Ella era desertora de un país en caos, había huido de una nación en donde la
violencia humana, o mejor dicho, la violencia latinoamericana del siglo XX, corría
desbocada por las calles del siglo XXI. Y tanto más, hambruna, injusticia,
enfermedades, y tanto más. Teresa hablaba como quien lo hace de un pariente vicioso
o ladrón, diciendo verdades horribles pero sin poder odiar realmente a quien
las comete. Yo apenas asentía o miraba el suelo, apenas respondía palabras
tontas que validaban sus argumentos. Sentía náuseas y ganas de vomitar debido a
que aquel país del que ella hablaba también era mi país. Yo me había ido mucho antes.
Teresa me dijo cómo al final de
su travesía había llegado hasta aquel pueblo. Tenía dinero para el autobús
hasta su siguiente destino, pero no para un hotel. Le ofrecí hospedaje en mi
casa y aceptó. La ayudé con el equipaje y emprendimos el oscuro camino de regreso.
Al llegar a la casa y con la luz de los bombillos me di cuenta de que ella había
estado llorando en silencio. No tenga miedo, le dije, realmente quiero
ayudarla. Me miró nuevamente como lo había hecho la primera vez, con la
expresión de una fotografía en sepia. Lo sé, de verdad lo sé, eso es lo que me
conmueve, me respondió.
A pesar de mis insistencias prefirió
dormir en el sillón de la sala y no en mi cuarto. Le di las buenas noches y me
fui a dormir. Aquella noche tuve un sueño confuso y agitado. Yo estaba en mi
ciudad otra vez e iba caminando por su centro, allí encontraba viejos amigos y
nos sentábamos en una licorería a hablar y tomar cervezas. Luego llegaba Teresa
y me decía que ninguno de mis amigos era real, que todos se habían ido muy
lejos. En el sueño yo me daba cuenta de que era cierto, que aquellos amigos
habían migrado incluso antes que yo y al voltear buscándolos ya ninguno estaba.
Entonces empezaba a sonar música de fiesta, calipso para ser exacto, y veía
cómo en una avenida pasaba una gran comparsa de personas disfrazadas que
bailaban y marchaban. Yo estaba triste, yo no quería celebrar.
Desperté sudando con los primeros
rallos del sol. Salí del cuarto y no encontré a Teresa en la sala. El sillón
estaba vacío y sin rastros de alguien hubiese dormido en él. Tampoco había
equipaje ni una nota de despedida. Volví a pensar en mi teoría de que fuese
algún fantasma, aunque la verdad sabía que no era cierto, que solo no le debían
gustar las despedidas. En ese momento escuché maullidos afuera. Al asomarme
estaba el gato negro con un ojo cerrado por un arañazo que lo había hecho
sangrar, seguramente se había peleado con otros gatos la noche anterior. Todos
tenemos nuestras luchas, dije, y fui a abrirle la puerta de la casa.