Fotografía obra de Alberto Rojas. Fuente Original: Caracas Shots
Voy en un
autobús, otra vez en un autobús, hacia el centro ciudad. Son las 5:30 p.m. de un
viernes en el que ha llovido toda la tarde. A mi alrededor las personas están en
piloto automático, algunas conversan en voz baja, pero la mayoría solo ve por
la ventana el paso de las calles grises. Supongo que todos los pasajeros solo
queremos llegar a nuestras casas y descansar en ese refugio post apocalíptico
que es el fin de semana. El chofer enciende la radio, hay cadena de radio y
televisión y se escucha brevemente al presidente hablar sobre las juntas
comunales que están por todo el país. El chofer quita la radio y pone a
reproducir un cd de salsa.
El autobús llega
al centro. La mayoría de los pasajeros bajamos y nos dirigimos a la siguiente
parada para tomar otro transporte que nos llevará hacia los barrios más
lejanos. En ella nos recibe una multitud de personas que esperan por irse, los
autobuses no llegan y en el ambiente se siente la impaciencia colectiva.
-Llevo acá más
de una hora y nada- me dice una señora gorda y bastante enojada. Sin embargo,
tras terminar su explicación, la misma señora se exalta y grita- ¡Mira, allá
viene uno!
En efecto, un
autobús se aproxima a la parada y a medida que se va acercando podemos ver que
se encuentra completamente vacío. Lo civilizado sería organizar una fila y, por
orden de llegada, ir subiendo poco a poco a la unidad. Pero esto no pasa. En el
momento en que el autobús se detiene, la gente se abalanza sobre el transporte
y a la fuerza empiezan a subir como pueden. Yo logro hacerlo gracias a la
suerte de ser un muchacho flacucho y rápido que se cuela por un espacio mínimo.
Me siento en un puesto al lado de una ventana y veo el espectáculo caótico que
siguen llevando a cabo las personas intentando subir en la unidad.
En cuestión de
segundos el autobús está repleto, todos los puestos ocupados y en el pasillo
las personas muy juntas unas de otras. Afuera aún hay personas luchando por entrar.
Es entonces cuando, entre la gente que revolotea como un panal de abejas, se
escucha un grito de dolor que desgarra la tarde. La voz ha sido de un hombre
pero las demás personas no se detienen a preguntarse qué ha pasado. De hecho,
continúan buscando subir sin importarles quién ha gritado ni por qué. En ese
momento llegan dos luces desde atrás de nuestro vehículo, al girarme veo cómo
un segundo autobús vacío va llegando. Las personas que no han logrado al
primero salen corriendo por un lugar en el segundo.
Al retirarse la
multitud, el chofer decide arrancar. Cuando el autobús está avanzando, giro por
última vez la cabeza y veo la fuente del grito de hace un momento. Se trata de
un hombre que se encuentra acostado en la acera gimiendo por una puñalada que
le han dado dentro de la multitud. La herida es en la barriga y chorrea una
fuente escarlata. El vehículo arranca y con esa imagen de horror iniciamos el
camino a casa.
Al día siguiente,
el sábado en la mañana, busco la noticia en los periódicos locales y no encuentro
nada. Ningún titular anunciando: “Hombre herido al intentar subir a un
autobús”; o algo así. Intuyo que, entre tantas noticias trágicas en una ciudad
trágica llena de personas trágicas, los diarios ya no tienen espacio para una
noticia más, pues esta tampoco sale el domingo y llego a cuestionarme la
relevancia periodística que podría tener un suceso como aquel. Tras reflexionar
pienso que por supuesto que es importante, que seguramente es un error que no
haya salido en la prensa.
El lunes en la
mañana vuelvo a subir a un autobús y me dirijo al centro nuevamente. A pesar de
que no es necesario que pase por el sitio de lo ocurrido la noche del viernes, quiero
hacerlo, quizás pueda preguntar a los vendedores de empandas de las cercanías
si saben algo al respecto. Pero no es necesario preguntar nada. Al llegar reivindico
cuán grande es la tragedia que nos cubre a todos. En el sitio en donde lo había
visto antes, aún se encuentra el cuerpo del hombre apuñalado. Siento ganas de
llorar y de vomitar al mismo tiempo. A pesar de que está a plena vista en una
avenida concurrida, los transeúntes pasan junto a la víctima sin reparar si
quiera en que un cuerpo sin vida está tirado en el suelo.
Solo las palomas
se acercan, picotean el cadáver y se quedan sobre él un rato. Y yo, petrificado
por la escena, no encuentro bondad en mí como para hacer algo distinto a los
demás. Doy media vuelta y me voy caminando lentamente. Como si nada hubiese
pasado, o quizás, intuyendo que algo sí pasó, que yo también estoy igual de
muerto y mi humanidad se quedó atrás, muy lejos, en otra parada de autobús.