Es curioso eso de sentirse triste,
sobre todo, si la tristeza es por amor. Porque uno parece más idiota también, los
sentimientos te pegan contra el suelo y ahí te quedas. Yo en esa época tenía
toda la nostalgia del mundo en mi mano derecha y, lejos de soltarla, la apoyaba
sobre mi pecho. Además, debía que lidiar con mis decisiones, con mi temperamento
y con la profesión que había escogido.
Luego de terminar el semestre en la
universidad en donde daba clases, fui invitado a Japón por un congreso de
periodismo. En el pasado había hecho un estudio sobre el canon deontológico de
los periodistas japoneses. Su camino profesional se ligaba al Bushido,
el código ético que tenían los samuráis. Justicia, tolerancia, responsabilidad,
orgullo… Eran algunos de los conceptos que enmarcaba.
Pero en aquel país no todo marchaba
bien. El gobierno ponía el ojo en quienes le criticaban desde los medios y tomaba acciones en su
contra. Ya se habían dado bajas intolerantes en este asunto. Ichiro Futurachi,
presentador durante ocho años de Hodo Station, fue retirado de su puesto por alusiones
y críticas. Lo mismo para Shigetada Kishii, de Tokyo Broadcasting System
Television, y para Hiroko Kuniya de Close-up Gendai. Todos con las
mismas razones y el mismo resultado.
Yo lo sabía, lo sabía muy bien. Y
será porque creía no tener nada que perder, fue que durante mi alocución en el
congreso critiqué amargamente estas salidas forzosas. Mi inglés mal pronunciado
y los 20 minutos que tenía debieron ser suficientes, pues la sala se quedó en
silencio cuando terminé. Nadie aplaudió, nadie apoyó. El moderador del
encuentro llamó a un receso para tomar café o ir al baño. Tras la culminación
de este me fue informada mi expulsión del congreso por razones que se reservaban.
Me sentí mal, por supuesto. Ese
sentimiento empeoró cuando Galeano Quispe, el colega peruano que conocí desde mi
llegada, me advirtió que muy probablemente me fuese realizada una salida obligatoria
del país. Eso también pasó. En la recepción de mi hotel me esperaba una carta
que explicaba que, dada mi baja en el congreso periodístico, ya me habían
conseguido un boleto en un avión que saldría dos días después.
Entonces mi historia era más o
menos esta: un tipo problemático, con
algunas canas, que se encontraba lejos de casa y con muchos errores en los
hombros. Lo peor, sin dudas, era que por fin estaba en Japón, un sitio que había
querido visitar desde que era niño y del que ahora debía irme por mi estupidez.
Aquella situación era una metáfora de mi vida y mis decisiones.
Esa noche pedí una botella de
sake y bebí solo en mi habitación. La soledad nunca había sido así, tan densa, como
si se pudiese tocar. Sin darme cuenta empecé a llorar con los ojos cerrados, la
boca se me secó y respiré con dificultad. Allí, tirado en el piso y con toda la
nostalgia del mundo en mi mano derecha sobre mi pecho, llegué a la
conclusión de que debía hacer algo.
Eran las 7:00 am cuando salí del
hotel. Caminé tanto como pude, Kioto se alzaba a un nuevo día y la gente iba a
sus trabajos. Yo tomé un tren. No sé cuánto duró el viaje, el tiempo no parecía
funcionar bien. Lo importante es que llegué, con ayuda del mapa del teléfono y
tras perderme varias veces, pero llegué. Al fin estaba en el Fushimi Inari-Taisha,
un templo con más de mil años de historia. Entré y comencé a subir las
escaleras. Tampoco podría decir con exactitud cuánto me demoré en el recorrido,
lo que sí sé es que a medida que iba subiendo algo de mí se iba quedando atrás.
Por renovación o algo así, al
llegar a la cima y ver toda la ciudad pude sentirme mejor. Entonces, arranqué
el collar que guindaba de mi cuello, ese que tenía de dije un dedal, y lo dejé
en el suelo. Luego volví al hotel, en donde me esperaba la policía porque
creían que me había dado a la fuga.