Garcés




Arnoldo fue quien los llevó a una de las reuniones del grupo de literatura de la universidad, sin imaginar si quiera en qué terminaría aquello, o quizás intuyéndolo, pero sin que le importase. Los invitados eran tres hermanos: dos muchachos y una muchacha. Al mayor, Raúl Garcés, le gustaban las carreras de carros; al siguiente, Alejandro Garcés, le gustaban las fiestas; y a la menor, Génesis Garcés, nadie sabía muy bien qué le gustaba.


Llegaron en silencio, tomaron asiento y se quedaron junto al resto del grupo. Aunque es importante aclarar que no sé si se le puede llamar grupo de literatura al encuentro de las únicas personas que aparentemente leían algo, aunque fuese poco, en una época en donde a la gente ya no le gustaba leer. En esas reuniones nos sentábamos en círculo en algún aula del edificio de Postgrado que estuviese desocupada, luego nos dedicábamos a hablar por dos horas sobre los últimos libros leídos, nos recomendábamos poemas y mencionábamos a nuestros autores favoritos. Solo eso.

Todos tenían aire intelectual, de esos que usan suéteres con cuello de tortuga, gafas redondas y bufandas cuando afuera el sol de Puerto Ordaz estuviese haciendo 40º a la sombra; todos menos yo que tenía aspecto de cualquier cosa -de emo, de otaku, de jugador de futbol, de junkie- pero no de amante de la literatura. Tampoco me sentía como uno, me gustaba escribir y lo hacía de vez en cuando, pero era un pésimo lector, no porque quisiera, sino porque lo hacía muy lentamente y podía tardar meses en un solo libro. Apenas había conseguido leer la saga de Harry Potter, algunas novelas famosas y más literatura erótica de lo que me gustaría admitir.

Quizás por eso me sentí identificado con los tres invitados. Arnoldo les indicó dónde sentarse, este iba sonriendo, seguramente sin darse cuenta de la cara de incomodidad que ponían los demás miembros del grupo. Cuando todo el mundo estuvo en su lugar, la reunión dio inicio de la mano de un muchacho llamado José -no recuerdo su apellido-, quien se había autoproclamado el coordinador del grupo solo por ser el único con la disposición de solicitar prestado el salón antes de cada encuentro.
El encuentro avanzó sin mayores tropiezos, con los mismos temas banales y vanidosos de nuestro mundillo literario. Todos opinando, a veces opinando cualquier cosa, pero opinando. Cada quien daba su punto de vista o citaba frases de escritores célebres. Todos menos los tres hermanos Garcés y yo, que nos manteníamos callados todo el tiempo.  

Tras la primera hora, presté atención a los Garcés y descubrí un paisaje desigual. El mayor, Raúl, era el único que prestaba atención a los que hablaban, pero lo hacía de brazos cruzados y frunciendo el ceño, como si le molestaran las opiniones del grupo; el segundo, Alejandro, se había quedado dormido -o al menos eso parecía- con la cabeza apoyada en su pupitre; y Rosa, bueno, ella solo se dedicaba a ver por la ventana del salón hacia los jardines de la Universidad, como si el resto de seres que la rodeaban fuesen insignificantes. No dejé de preguntarme, por supuesto, qué harían allí si a simple vista no parecían interesarse en nada de lo que los demás hablaban.

Fue hacia el final de la última hora cuando sucedió algo inesperado. José hablaba de los poetas de la Europa moderna, específicamente los de Francia del siglo XIX, esos que habían muerto de hambre, sin pena ni gloria, pero que habían sido los mejores. Y de repente fue Alejandro Garcés, que sin darme cuenta se había incorporado y no mostraba signos de haber estado dormido, el que interrumpió preguntando porque se hablaba tanto de los poetas de Francia y no se hacía mención a los poetas criollos, que qué pasaba con la poesía de la Venezuela independentista, para ser precisos, si habían sufrido una de las guerras más crueles, más grandes y destructivas de todo el continente americano.

Al principio José se quedó en silencio. A mí sinceramente me dio risa -y de hecho sonreí- porque entendía el punto de Garcés. No le pasó igual al líder del grupo, ni a Mariela, ni al lambiscón de Asdrúbal, ni siquiera a Arnoldo que era quien los había traído. Luego de comprender la interrupción todos fruncieron el ceño. Luego de un silencio incomodo, José fue quien habló en representación de aquella élite cultural veinteañera: El compañero debe entender, dijo, que hay literatura y literatura, si no trascendieron en el tiempo, no podemos tomarlos en cuenta para conversarlos.

Entonces Raúl, el mayor de los hermanos, preguntó qué era el tiempo sino el más grande exterminador de la existencia humana. Que todo terminaría por desaparecer a su paso, todo sería olvidado, unas cosas se resistirían más que otras, sí, pero tarde o temprano caerían y la gente ya no las tendría en cuenta. Ante esta realidad, mencionó, vale lo mismo cualquier literatura, cualquier poeta que hubiese escrito con una pluma blanca o tirado en el suelo borracho, porque todos hacían parte del legado democrático de ser olvidados algún día.

José rebatió con teorías sociales sobre la memoria colectiva de los pueblos, defendiendo que, en efecto, se recuerda aquello que vale la pena recordar. Continúo explicando otras cosas, pero yo dejé de prestarle atención. Volví a ver a Génesis quien en todo momento no se había molestado en ver lo que hacían sus hermanos y continuaba concentrada en los jardines como un espíritu de la naturaleza que existía sin prestar atención a los humanos. Y yo pensaba en esa comparación cuando ella notó que la estaba viendo y giró para verme a mí. Nos encontrábamos cerca, pero con su mirada, una mirada fría como el miedo a caer de un abismo, me hizo sentir muy lejos. Entonces habló por fin y me dijo que si la seguía mirando me pegaría. Pero yo no lo dejé de hacer y ella tampoco hizo nada más.

Mientras tanto José y sus argumentos ya se veían superados. Por ello, como buen representante de su manada elitista, se mostraba enojado. Quizás pensó que los hermanos se estaban burlando de él, quizás le molestó que se creyeran más inteligentes. Lo cierto es que no respondió nada sobre lo último que habían dicho y solo les pidió que se retirasen. Estos le respondieron que no lo harían, que habían sido invitados. José les volvió a pedir que se fueran y esta vez agregó un “por las buenas” y añadió que también debía irse Arnoldo. ¿Y yo por qué? respondió este último. Por traer pendejos a la reunión, sentenció José.

Aquella última afirmación fue suficiente para que comenzara la más monumental pelea que hubiesen presenciado los jóvenes amantes de la literatura de la historia reciente. Y eso ya es decir mucho, porque si existe una casta que vive la literatura con pasión irracional, es la juventud. Los hermanos Garcés contra José y Asdrúbal. Mariela y las otras muchachas gritaban como locas y Arnoldo estaba en el medio sin saber de qué lugar ponerse. Al final no entendí muy bien quién ganó y quien perdió. A José le sangraba el labio, a Raúl Garcés le habían pegado con el lomo de un libro en la cabeza y también le sangraba. Qué buen uso para un volumen del Quijote, pensé, nunca se me hubiese ocurrido. Todos parecían cansados, pero nadie estaba dispuesto a ceder. Sin embargo, Génesis se levantó al fin y les dijo a sus hermanos que ya se iban. Comenzó a caminar hacia la puerta sin ver a nadie, y sus hermanos la siguieron mirando con odio al grupo. Yo me levanté de mi puesto y los seguí.