Dante quería ser escritor. Mejor
dicho, quería vivir de escribir, le daba igual si era reconocido como un
escritor o no. O mejor dicho aún, solo quería dinero y escribir; lo primero
para no pasar más desgracias, lo segundo para que sus desgracias, las que
tenía adentro, fuesen más llevaderas. Porque para él escribir era una forma de
salvarse, un acto divino como tocar un instrumento o saber dibujar. Dante
quería ser escritor, pero nadie lo quería leer.
Aún así lo intentaba bastante y
de distintas formas. Una vez abrió un blog de internet para publicar sus cosas.
Al principio parecía una buena idea, después de todo, los gurús del marketing
digital aseguran que lo más importante para ganar público en un blog es la
constancia. Parecía fácil, por eso comenzó a dejar en ese pedazo chiquito de
internet sus cuentos y reflexiones, sus historias vividas y ficticias. No ganó
lectores, mucho menos dinero, pero le sirvió para ser feliz cada vez que se
sentaba en la computadora y comenzaba a teclear.
Decidió buscar otras alternativas.
Algunas eran transgresoras, otras simplemente desesperadas. Como cuando tomaba
el autobús y escribía en la parte de atrás de los asientos. Comenzó con frases
pequeñas y poco a poco fue sumando contenido hasta tener versos enteros. Estos
compartían espacio con declaraciones de amor hechas por colegiales, insultos al
presidente y dibujos de penes. Con tanta competencia, era difícil ganarse la
atención de los pasajeros.
Entonces volvió a cambiar de
estrategia. Creyó que sería buena idea redactar sus cosas, imprimirlas y
regalarlas en la Plaza Monumental de la ciudad. Entregarlas a cualquiera, tal y
como si fuesen panfletos. Por probabilidad alguien terminaría leyéndolo, pero
no pasó mucho antes de encontrar sus escritos en una canasta de basura que
había a una cuadra más allá. Algunos continuaban sirviendo aún después de estar
junto a desperdicios. La literatura puede resistirlo todo, se decía a sí mismo.
En la Plaza había muchachas que repartían cupones de 2 x 1 en pizzerías,
vendedores de agua mineral y músicos que tocaban para los transeúntes. En este
nuevo escenario, Dante volvió a sentirse perdido. Un día solo tiró todos sus
escritos por los aires antes de irse para siempre. Pese al dramatismo de su
salida, nadie prestó atención y solo consiguió hacer volar algunas palomas.
Mientras tanto, la vida comenzó a
verse en números rojos. Murió el presidente, empezaron las protestas y llegó la
gran crisis. Si antes las personas no prestaban atención a la literatura, ahora
la recordaban como algo para lo que no tenían tiempo. Leer vino después que
comer, le dijo un maestro de Lengua Española que vendía helados en la Feria de
las Pulgas. Dante no le respondió y solo se fue sin comprarle nada. Él siguió
escribiendo. Casi como un acto de rebelión. Lo hizo riendo, lo hizo llorando,
lo hizo con hambre. Pero no paró.
Un día, tras llegar a su casa después
de un largo día de trabajo, recibió una llamada telefónica. Al contestar se oyó
a un señor que hablaba rápido y tenía acento llanero.
-Puedes decirme Molletón -se
presentó el hombre sin especificar si ese era su nombre, su apellido o su apodo-
Tu tía me dio tu número porque necesito algo y creo que tú puedes ayudarme. Te
pagaré, por supuesto.
En aquel entonces Dante trabajaba
en una tienda que producía merchandising. Cuando Molletón le explicó lo que
necesitaba, no solo le pareció sencillo, sino demasiado bueno para ser cierto.
El hombre necesitaba 10.000 llaveros con la imagen de Francisca Duarte, una
deidad del folklore venezolano. Para qué los necesitaba, Dante lo ignoraba, pero
no sería difícil. Aquella venta le dejaría grandes comisiones, por lo que no
pudo evitar dormirse sonriendo.
Una semana después Dante se
encontraba en la Plaza Monumental, ya no como panfletero literario, sino con
una caja llena de llaveros. Molletón le había pedido pasar a buscar su encargo
por aquel sitio. Cuando este llegó en una camioneta Jeep llena de barro, Dante
le dio la mano y le entregó la caja. Era un tipo alto, calvo y corpulento. El
hombre preguntó si quería que lo llevase, Dante accedió porque siempre era
bueno ahorrarse el pasaje.
Recorriendo la ciudad Molletón se
presentó formalmente como un líder sindical de las empresas mineras de la
región. Tenía gran aceptación con la gente, según explicó, e incluso pensaba
lanzarse a alcalde en un pueblo del sur.
Por eso son los llaveros, harán parte de mi campaña, le explicó.
-¿Te importa si pasamos a dejar
la caja? Luego te llevaré a tu casa – dijo de repente. Dante accedió y el Jeep
puso marcha a un nuevo destino.
Llegaron a una casa en el barrio
Las Colinas. Molletón le pidió que lo acompañase. Entraron a una sala poco
amoblada, con apenas algunas sillas de mimbre. En una había un señor mayor sin
camisa, con barba blanca y que fumaba un tabaco. Los saludó alegremente y los
invitó a sentarse junto a él. El señor no dijo nunca su nombre y Molletón solo
lo llamaba padrino. Hablaron de cosas banales como el clima, las noticias y
cómo ya no estaban vendiendo periódicos por escasez de papel. En algún momento,
Dante tuvo ganas de orinar y pidió usar el baño. El padrino le explicó que el
baño estaba en el patio y le dijo cómo llegar.
Dante se levantó y caminó hacia
el fondo de la casa. El patio era amplio y tenía dos árboles de mango enormes. Al
final de este había dos puertas, la derecha, según el padrino, era la del baño.
De camino a esta vio mangos maduros en el suelo, pero le pareció descortés
tomarlos. Llegó a las puertas y abrió la de la derecha, la otra estaba cerrada.
Entró a un baño precario, sucio y con olor a humedad. El retrete no funcionaba
y a su lado había un balde con agua. Mientras orinaba comenzó a pensar en que
al llegar a casa podría leer la novela de Roberto Bolaño que ya estaba por
terminar. Y ahí, sumido en su operación y pensamientos, escuchó que tocaban la
puerta. Instintivamente Dante respondió que estaba ocupado, pero no le
respondieron. Al terminar de orinar y salir, no encontró a nadie afuera.
Dante inició el regreso hacia la
casa y tras dar unos pasos escuchó un chirrido a sus espaldas. Giró y vio que
la puerta del cuarto junto al baño estaba abierta y el chirrido había sido por
el aire que la hacia mover. La curiosidad le hizo caminar hacia el cuarto y ver
en su interior. Adentró había un santuario compuesto por varios escalones
hechos en cemento. En cada escalón había infinidad de velas blancas, rojas,
multicolores, todas encendidas y con parafina chorreando. Y junto a las velas
una gran variedad de objetos: monedas y billetes; estrellas de David dibujadas
en el suelo con tiza; copas y platos; hojas de palma junto con rosas… Pero lo
que más había en aquel cuarto eran bustos y figuras de cerámica.
Por alguna razón, Dante no sintió
miedo sino frío, un frío repentino en las manos y en los pies. Luego de detallar
la escena, se dio vuelta y caminó a la casa nuevamente. Al volver Molletón lo
esperaba de pie. Ya nos vamos, le dijo el hombre. Dante asintió y le extendió
una mano al padrino para despedirse. El hombre se la dio y le dijo que tuviese
confianza en sí mismo, que todo estaría bien, y le ofreció dos mangos maduros
de regalo. Dante los recibió y le dio las gracias.
Esa tarde volvió a su casa y
pensó mucho en su vida. Se comió uno de los mangos y comenzó a escribir una
nuevamente. Al día siguiente llamó a su jefe y renunció a su trabajo. Este le
preguntó el porqué, y Dante le respondió que tenía cosas por hacer.