Z




Nuestro romance fugaz nació en una navidad y no en el verano como suele ocurrirle a tanta gente. Comenzamos siendo amigos, buenos amigos, que se reunían de vez en cuando para discutir sobre las tragedias juveniles de turno. Vivíamos cerca, apenas cruzando una avenida, eso facilitaba que la visitase con frecuencia. Y con tanta frecuencia la vi que terminamos pasándonos de la línea, esa que tantos pasan y hasta borran porque cuando se es joven no se piensa con la cabeza ni con el estómago, se piensa únicamente -y si acaso- con el corazón. 

Se llamaba Z. Era graciosa y bonita. Le gustaba Amy Winehouse, The Strokes, Jamiroquai. Le gustaba la música en general porque también le gustaba cantar. De vez en cuando pintaba acuarelas y escribía poemas que no dejaba leer a todo el mundo pero que sí a mí. Eso me hacía sentir importante. Disfrutábamos conversar por horas para recomendarnos series y películas, canciones y lugares. Reflexionábamos sobre temas profundos y temas banales, temas pasajeros como el clima y temas eternos como la literatura. Mientras tomábamos bebidas calientes, bebidas frías o solo agua.

Pero en ese ir y venir, como dije, nos fuimos acercando más y más. La cuestión terminó por pasar la noche de un 24 de diciembre, entre las fiestas y celebraciones. Fui a su apartamento desde la tarde y le ayudé a cocinar mientras bebíamos cervezas y reíamos y coreábamos a Marc Antonhy. Fue un día increíble, una bonita escena en la película de nuestras vidas. En algún momento me pidió que sacara algo del horno, un estofado o algo por el estilo, y en el proceso por poco me quemo y dejo caer la bandeja. No sabes nada de la vida, me dijo Z, y aunque era en broma no pude evitar darle la razón.

En la noche nos separamos un rato para cenar con nuestras respectivas familias y luego volví a visitarla. Yo sabía, al menos presentía, que las cosas estaban por erosionar. Y cuando la vi, vestida de fiesta y sonriéndome, se me erizó la piel y me dio frio porque supe que algo ya había cambiado para siempre. Así fue. En plena madrugada de noche buena nos lanzamos por un abismo sin importar que cayéramos de cabeza, un abismo en el que solo se escuchaban nuestras voces en la oscuridad. Pero al final, luego de caer, seguíamos vivos, pero haciéndonos la promesa de que ninguno se enamoraría, porque el amor lo complica todo, lo hace más problemático.

Luego de eso no volvimos a vernos inmediatamente. Dos días después ella se fue de viaje a otro país junto a su familia para las fiestas de año nuevo. El viaje duraría tres semanas y en ese tiempo de separación ocurrió algo que me aterró: comencé a extrañarla. Por eso cuando ella volvió de su viaje nos lanzamos nuevamente al abismo y poco a poco nos fuimos haciendo necesarios el uno para el otro.

Para cuando me di cuenta ya me sentía enamorado y con la certeza de que aquello no acabaría bien, que en algún momento todo se saldría de control. No sé por qué pensaba así, será que es parte de nuestra naturaleza autodestructiva el tenerle miedo a ser felices. Por eso la única idea salvadora que se me ocurrió fue terminar con aquella relación que apenas empezaba.

Fui cobarde, muy cobarde, al poner excusas y no aceptar simplemente que no quería salir lastimado, no otra vez. Luego de que le dije lo que sentía, en su mirada hubo tristeza y con esta un brillo que se iba apagando en sus ojos, como estrellas que se desvanecían en un cielo nocturno.  Fue entonces cuando lo supe: Z también sentía lo que yo sentía, pero ella no tenía miedo.

Sin embargo, esto no se trata de cómo empezó y se desarrolló nuestra historia. Sino de lo que vino después, en ese final que no ocurrió, que quedó a medias. Debe venir algo después del final para entender cómo nos equivocamos. Porque cuando quise ir nuevamente hasta Z, ella ya estaba lejos de mí. Lejos, muy lejos, aunque aún viviese al cruzar la avenida. Y tuve mil ideas para volver hablarle, para llegar a ella, para saber qué decirle. Todas igual de ingenuas, igual de malas. Entonces preferí no intentar nada y el tiempo comenzó a correr entre nosotros, separándonos mientras caminábamos de espaldas y se desvanecía la que pudo ser una historia bonita. 

Pasaron los días, los meses, un par de años, y aunque nos volvimos a hablar todo se volvió ajeno entre nosotros.  También pasaron nuevas personas por nuestras vidas y crecimos y encontramos metas para cumplir, pero cada quién por su lado, como si lo nuestro solo hubiese sido una señal inequívoca, una historia para recordar. Pensando en eso fue que una madrugada me descubrí a mí mismo buscándola. Primero en sus cantantes favoritos, en sus canciones, en los escritores que me había recomendado. Me descubrí intentando dar con ella en fotografías y recuerdos que me hacían sonreír.

Armándome de valor quise ir hasta ella, no para intentar revivir nuestros muertos, tampoco para dar excusas o razones, solo para verla y conversar como aquellas tardes de diciembre que nunca olvidaré. Busqué a Z, pero esta vez sí estaba verdaderamente lejos, pues se había mudado a un país infranqueable a donde no podía ir a buscarla. Yo, que ni siquiera lo sabía, me sentí tan mal que no pude evitar ponerme a llorar como alguien que ha roto algo que no se puede reparar.

Intenté escribirle, dar con Z de alguna manera, pero ya estaba a una velocidad distinta, en un vaivén que no tenía tiempo libre para conversar. Menos aún, pensé, que no tenía tiempo para los tipos pendejos de su pasado.

Lo ideal hubiese sido olvidarla, pero los días siguieron pasando y yo continúe buscándola. Aún sin decírselo, aún sin ser evidente. La busqué viendo las acuarelas que compartía con el público, esas que cada vez eran más encantadoras. La busqué escuchando las canciones que recomendaba y en los vídeos de sus presentaciones como cantante. La busqué incluso en sus tweets, en sus historias de Instagram, en los posts de Facebook. Y la encontré, emocionado la encontré muchas veces, aun sintiendo que en ninguna ocasión ella me buscó a mí.

Así llegó una noche desesperada. Cuando el recuerdo de Z inundó mi cuarto de nostalgia, no encontré otra cosa por hacer que subir al techo de mi casa, con cigarros y una cerveza fría, a ver desde allí el edificio residencial en donde ella vivía en el pasado. Y viéndolo me pregunté cuántas cosas perdemos en nuestra vida por nuestros miedos y errores, por no ser sinceros con nosotros mismos y dejar ir los mejores momentos que llegan.

Fue allí cuando quise, desmedidamente, leer algún poema de Z, de esos que publicaba en blogs ancestrales y que, como mencioné, no dejaba leer a todo el mundo pero que sí a mí. El problema es que yo, en mi mala memoria, había olvidado el nombre de esos blogs, es decir, que ya no tenía forma de encontrarlos. Las ganas de leerla una vez más, sin embargo, eran más grandes. Saqué mi celular y comencé a buscar en Google combinaciones de palabras aleatorias: Z, poema, blog. No aparecía nada. Intenté muchas más, con palabras distintas, con alguna combinación que nos juntase una vez más.

No sé cuánto tiempo tardé, pero sé que al ver el reloj ya eran las tres de la mañana cuando lo encontré, un poema, uno de Z. Y al leerlo supe que, increíblemente, este trataba sobre nosotros, sobre nuestra historia, sobre lo que ella sentía y pensaba. Sé que parece mentira, que es demasiada coincidencia, pero el destino es una coincidencia como la vida misma.

Fue así que, luego de tanto tiempo y gracias a lo que decía el poema, supe que yo también había sido importante para ella, que aun cuando las cosas no habían salido bien, ambos teníamos un lugar en los recuerdos del otro. Copié y pegué el poema y lo guardé en la memoria del celular y en la de mi corazón.

Volví a mirar el edificio de Z a lo lejos pensando que, en la cinematografía de mis días, nuestra historia había sido, por supuesto, Before Sunrise. De eso modo, quizás algún día volveríamos a encontrarnos.