Salí en la noche, pero no sabía qué horas eran. Mi teléfono
se había quedado sin batería y el servicio eléctrico estaba interrumpido desde
temprano. Subí 19 pisos por las escaleras, hasta el apartamento en donde vivía
mi amiga Antón. Ella me recibió e invitó a pasar, me ofreció vino y nos
sentamos en el balcón. Había una bonita vista desde allí y se podían ver las
luces del resto de la ciudad a lo lejos.
Antón encendió una vela aromática y dijo que su olor era a
otoño y café. Luego me dijo que ya no tenía cigarrillos, que la disculpara por
eso. Le respondí que ya no fumaba, que tenía tiempo sin hacerlo. Me felicitó y
dijo que ahora me alcanzaría más el dinero. Comenzamos a hablar de los días que
estaban pasando, me preguntó que cómo me sentía y mi respuesta fue corta y
ambigua.
—Háblame de ti— repitió—, dime cómo te sientes realmente.
—Bueno, he estado pensando en muchas cosas —respondí—. Es
curioso porque yo antes nunca tenía tiempo para pensar en nada. Los días
duraban menos, no sé. Pero ahora estoy sin trabajo y mi vida se ha ido volviendo
más lenta. Puedo despertarme tarde y dormirme temprano, por ejemplo. Ese tipo
de cosas, cosas pequeñas e imperceptibles para los asalariados, volvieron a
pasar por mi cabeza desde que estoy desempleado.
—Te entiendo, te entiendo, uno no tiene tiempo de nada, ni
siquiera para lo que es importante. Se nos va la vida en cosas que ni siquiera
sabemos si son las correctas.
—Sí, sí, exactamente. Yo ahora no puedo creer que haya
llegado a ser un ejecutivo de esos que se visten con corbata y saco, que tienen
un escritorio y siempre están apurados. No puedo creerlo principalmente porque
yo quería otras cosas para mi vida, no soy un hippie, lo sabes, no estaba
buscando viajar a la India o cosas así, pero por Dios, tampoco quería trabajar
en algo que no me gustara.
—Y aun así terminaste en esto. Es irónico si lo piensas, y
siempre terminamos riéndonos de la ironía.
—Tienes razón, siempre terminamos riéndonos de las cosas que
nos pasan. No sé, creo que es una forma de protegernos.
Nos quedamos en silencio un largo rato. Yo no quería decir
algo tonto porque ya me sentía tonto. Tampoco sabía qué decir, pero Antón era
más inteligente que yo, mucho más inteligente y además perceptiva y esas dos
cualidades la hacían flotar por encima de los demás seres humanos. Ella sabía
usar el silencio, sabía cómo jugar con él, cómo administrarlo con dosis justas.
El silencio es necesario, muy necesario. El silencio construye atmosferas al
igual que la luz. Luz tenue de una vela aromática y silencio hace que nos
sintamos bien, aunque todo pueda estar mal.
—¿Alguna vez has probado drogas alucinógenas? —me preguntó
de repente. Le respondí que no, que de hecho no había probado ninguna droga en
ningún momento. Entonces siguió hablando—. Una vez hice un viaje a la selva de
nuestro país, fueron 8 horas de camino por tierra porque hasta ese lugar no
llegan ni siquiera los helicópteros. Dios sabe cuán cansada estaba cuando
llegamos, igual no me importaba. Estaba pasando un mal momento en mi vida,
sabes, era como si solo quería huir a una especie de retiro, algo así como lo
que mencionaste hace un rato de viajar a la India.
—No lo decía por nada malo —le dije interrumpiéndola.
—Lo sé, lo sé, pero no importa. Yo necesitaba un retiro,
aislarme del mundo, de mi vida, de mi trabajo, de mi exnovio que no dejaba de
escribirme. Entonces me invitaron a este sitio, un sitio tan alejado de la
civilización que tu celular queda inservible; a mí me encantó la idea. Fui con
personas de confianza y fueron días felices. La última noche los nativos nos
invitaron a un proceso de restauración espiritual, algo así lo llamaron, y nos
dieron una bebida que usaban para obtener claridad, encontrar respuestas y
hablar con los muertos. Me la ofrecieron y la bebí, tenía un sabor a hojas
amargas y madera, como si literalmente bebieses madera. Comencé a marearme y
perdí el conocimiento
—¿En serio? ¿Y luego qué pasó?
—Desperté en un cuarto a la mañana siguiente sin saber dónde
estaba. Esa sensación tiene nombre, se llama “unfamiliar ceiling”, tiene que
ver con el momento en el que el protagonista de una historia despierta en una
habitación desconocida. Ocurre luego de un esfuerzo muy grande o de haber estado
en alguna batalla. A mí me estaba sucediendo, me dolía la cabeza un poco, pero
nada grave. Al rato entraron mis amigas para ver si estaba bien, les dije que
sí y me explicaron que tras desmayarme me habían llevado allí. Estaban
preocupadas, pensaban que me iba a morir o algo así, pero los locales les
explicaron que eso era imposible. Yo todavía tengo mis dudas, pero ciertamente
no morí.
—¿Recuerdas algo de cuando perdiste el conocimiento?
—Sí, claro, lo recuerdo todo… Dios, no sé si me creas, pero
mi mente, o mi espíritu, lo que sea, despegó de mi cuerpo. Es como si hubiese
muerto y luego renací, viví una nueva vida y luego volví a morir. Eso se
repitió muchas veces. Sentí que viví cinco mil vidas completas, no miento, una
cosa detallada, hermosa y terrible.
—¿Cinco mil vidas? ¿Eso es literal o metafórico?
—Es lo más literal que puedas imaginar, cinco mil vidas
enteras contando sus muertes. Ahora lo pienso y ni siquiera lo puedo describir.
—Y cuándo despertaste, ¿cómo te sentiste?
—Bien, como siempre. De hecho, sentí que esas cinco mil
vidas eran parte de mí, que no había pasado más tiempo que solo una noche
dormida. Entonces una idea comenzó a rondar mi cabeza y era que quizás esas
vidas no las había vivido durante esa noche, sino que solo las había recordado.
Eran vidas pasadas, quizás, no lo sé. Pero cuando desperté supe que ya no tenía
que buscar más cosas afuera, ni en las personas a mi alrededor ni en un retiro
espiritual, porque todas las respuestas las tenía adentro.
Hicimos silencio otra vez. Me gustaba escuchar a Antón
normalmente y siempre confiaba en su juicio. Pero aquella noche había algo más,
sus palabras estaban talladas en piedra, las decía sin titubear, como si fuesen
la única verdad del mundo. Yo, que tenía
la profundidad espiritual de un sartén, terminé por decir un chiste para romper
el hielo.
—Creo que eso me serviría ahora, digo, tener las respuestas
que necesito, así sabría cómo lidiar con el insomnio que tengo desde hace un
año, por ejemplo.
—Sí, seguramente —respondió Antón sonriendo. Su risa era
contagiosa y con la luz de la vela se veía cálida y bonita. Los dos reímos y
servimos más vino. Luego volvió el silencio y miramos la ciudad un rato largo
que se extendió. Pero estaba bien, no era necesario decir nada. Al final teníamos
todo el tiempo a nuestro favor, aunque ya fuésemos adultos y dentro de algunos
años adultos mayores, luego ancianos y después nada. Todo el tiempo de esa
noche, al menos, que era todo el tiempo de la existencia en sí misma.
—Tengo frío —dijo Antón finalmente—, será mejor entrar.
Lo hicimos y adentro nos sentamos en la sala oscura pues la
vela se había consumido. Comenzamos a hablar del pasado, de los días en los que
todavía íbamos a la universidad y finalmente de la época en la que nos
conocimos. Le conté que la primera vez que la vi creí que era extranjera, ella
me dijo que la primera vez que me vio creyó que era un idiota. Esas sospechas tenían algo de cierto: sus
abuelos habían llegado desde un país muy lejano y yo, bueno, tenía mis momentos
de idiotez de vez en cuando.
—Hemos cambiado desde entonces —le dije, creo que esa es la
única certeza que tenemos: que todo cambiará, que nada será lo que fue ni lo
que será. Y está bien.
Entonces Antón se levantó de su lado del asiento y vino
hasta mí, se agachó hasta ponerse a mi nivel, me tomó el cuello con sus manos y
me besó en la boca. Un beso largo y profundo. Un beso húmedo y nostálgico como
Londres. Lo que sigue después de ese
momento es borroso, increíble, sí, pero inexacto. Recuerdo los ojos de Antón
guiándome por calles oscuras, las de mi vida, posiblemente, hasta llegar a un
sitio en donde por fin estaba tranquilo. Desperté con los primeros rayos del
sol, la electricidad ya había vuelto.